Hace 75 años
14 de enero de 1943
Segunda Guerra Mundial
Stalingrado: el comienzo del fin
En estos días de enero, se inicia la ofensiva final sobre el “Kessel” de
Stalingrado, para aplastar la resistencia del 6º Ejército Alemán, encerrado
dentro. El 9 de enero, había vuelto desde Alemania el general Hans Hube,
comandante de la 16ª División Panzer, hasta adonde había volado para recibir
las espadas para su Cruz de Hierro. Hube era un jefe valeroso, que había
perdido una mano y era un soldado sencillo, que inspiraba el respeto de Hitler.
Su temperamento simple, sin embargo, no había sido suficiente para transmitir
hasta Berlín el ambiente desastroso de Stalingrado y la necesidad de retirarse,
para salvar algo de las tropas encerradas en el cerco. El tirano, tras recibir
el sombrío informe de Hube, reforzó su convicción de que todos los generales
estaban infectados de pesimismo. En la mente delirante de Hitler, el problema
con Stalingrado (o con El Alamein y similares) no eran las malas decisiones
militares y políticas, de las que él era responsable en última instancia, sino
de la falta de “compromiso con la idea nacionalsocialista” entre los altos
mandos.
El general Friedrich Paulus, Comandante en Jefe del cercado 6º Ejército,
decidió buscar algún joven oficial, con muchas condecoraciones, en un último
intento de enviar un emisario que lograra convencer al “Führer” de la imperiosa
necesidad de evacuar el Volga y permitir a sus tropas retirarse hasta el grueso
del Grupo de Ejércitos del Don. Paulus envió al capitán Winrich Behr, que
enfundado en su uniforme negro de las divisiones panzer, con el pecho repleto
de condecoraciones, podría evocar en Hitler sus recuerdos románticos de cuando
él mismo era un soldado de primera línea del frente. El joven capitán recibió
aviso de su nueva misión en la mañana del 12 de enero de 1943, a dos días de
haberse iniciado la ofensiva final de los soviéticos sobre las fuerzas del Eje.
Apenas tuvo tiempo de empaquetar el diario de guerra del 6º Ejército y salir
corriendo hacia el aeródromo de Pitomnik, donde los aviones de transporte
intentaban despegar, sobrecargados de heridos, en medio del caos de los que
trataban de salir de ese infierno y las ocasionales bombas de artillería,
lanzadas por los rusos con puntería cada vez más precisa.
La primera parada de Behr fue en Taganrog, donde el general Erich von
Mastein tenía su cuartel general para todo el Grupo de Ejércitos del Don. Manstein
reunió un grupo de oficiales y pidió a Behr que les diera un informe actualizado
de la situación en el cerco de Stalingrado: los padecimientos por hambre, las
bajas cuantiosas, las unidades reducidas al mínimo, la escasez de municiones,
el frío, la falta de combustible, los heridos dejados en la nieve, que solían
morir tirados en el suelo, a la espera de ser evacuados o atendidos por el sobreexigido
personal médico. Manstein insistió en que repitiera el mismo informe para
Hitler y ordenó que un avión lo llevara a Rastenburg, en Prusia Oriental, a la
mañana siguiente. Tras un vuelo sin incidentes, Behr llegó hasta el “Cubil del
Lobo” al empezar la noche y fue llevado hasta una sala de reuniones, donde una
veintena de oficiales esperaban al amo y señor de la vida y la muerte de
millones de personas, entre el Volga y los Pirineos. Tras los saludos
militares, Hitler se lanzó a describir sus planes para la llamada “Operación
Dietrich”, una gran contraofensiva con las divisiones panzer de las SS, que
transformarían el sitio de Stalingrado en una nueva victoria alemana.
Acabó su exposición, dirigiéndose directamente a Behr, asegurándole que
el 6º Ejército sería rescatado y que sus pensamientos estaban con Paulus y sus
hombres. Behr había sido advertido que la táctica de Hitler para afrontar los
portadores de malas noticias era abrumarlos con una visión optimista de la
situación general de la guerra, que relegaba a un segundo plano lo que sabía su
interlocutor que, después de todo, sólo conocía un sector de uno de los tantos
frentes de guerra. Behr pidió permiso para cumplir la orden de su comandante,
en el sentido de emitir su informe y Hitler no podía negarse frente a tantos
testigos, de modo que el capitán no se ahorró nada de las miserias a las que estaban
sometidos los hombres encerrados en Stalingrado, miembros de un ejército
golpeado, hambriento, escaso de lo más elemental para afrontar una batalla.
Incluso se atrevió a mencionar el creciente número de soldados alemanes que
empezaban a desertar hacia las líneas soviéticas, seguros de que nada podía ser
peor que seguir dentro del “Kessel”.
Hitler no lo interrumpió directamente. La discusión se desvió primero
hacia las posibilidades, ya muy disminuidas, de que el 6º Ejército pudiera ser
sostenido gracias al “puente aéreo”. Y a continuación, el tirano retornó su
vista hacia el mapa, continuando con su delirio de una inminente ofensiva con
las tropas blindadas de las SS, que restablecerían la línea del frente en el
Volga. Behr sabía que las banderitas supuestamente asignadas en el mapa a
divisiones, en muchos casos, apenas representaban algunos regimientos. También sabía
por Manstein que los refuerzos blindados de las SS necesitaban meses para estar
listos para un ataque. Comprendió definitivamente que Hitler estaba totalmente
desconectado de la realidad y que cualquier esfuerzo por hacerle ver la
inminencia de la derrota era inútil. Behr, que había sido un fervoroso
nacionalsocialista, salió de la reunión convencido de que Hitler llevaba a
Alemania hacia una segura derrota.
Temprano, en la madrugada del 10 de enero de 1943, el Frente del Don del
Ejército Rojo, al mando del general Konstantin Rokossovsky, lanzó la “Operación
Anillo”, destinada a terminar con la Batalla de Stalingrado de una vez por
todas. Más de 7.000 cañones, lanzacohetes y morteros rugieron durante 55
minutos. Tras la preparación artillera, vendrían los poderosos tanques “T-34”,
las oleadas de “frontoviki”, gritando “¡Hurra!” y las bandadas de aviones “Sturmovik”,
de apoyo aéreo estrecho. Uno de los primeros objetivos era la “saliente de
Marinovka”, una protuberancia al sudoeste del cerco, defendida por cuatro
divisiones, desesperadamente escasas de fuerzas y municiones. Al anochecer del
primer día, las defensas de la 44ª División de Infantería fueron aplastadas. Los
supervivientes, al perder sus trincheras, quedaron a merced de los soviéticos y
del clima. Las otras divisiones, al verse flanqueadas, iniciaron una retirada
interminable, que no acabaría sino hasta la rendición final. Al llegar el 11 de
enero, la saliente había sido conquistada.
A pesar de la debilidad de sus hombres, de la escasez de las municiones,
de los efectos del hambre y de casi no tener combustible para los pocos tanques
que les quedaban, la resistencia de los alemanes fue feroz, al punto de que los
ejércitos soviéticos del Frente del Don sufrieron 26.000 bajas en los tres
primeros días de la ofensiva. Por otro lado, los rusos daban muestra de un
heroísmo fanático, que contrastaba con la baja moral que había reinado en las
filas del Ejército Rojo hasta 1942. Los trajes de camuflaje blanco estaban reservados
a los francotiradores y tropas de reconocimiento, de modo que los uniformes
marrones de los infantes eran blanco fácil para los fusiles y ametralladoras
alemanes, que no habían conquistado casi toda Europa por tener mala puntería. Los
bultos de soldados rusos muertos se amontonaban en la estepa, formando
improvisados parapetos, que servían de cobertura a los que avanzaban detrás de
las primeras oleadas.
En la ciudad misma, los efectivos del 62º Ejército, al mando del general
Chuikov, pasaban ahora también al ataque, luego de meses de soportar espantosas
condiciones. Bien pertrechados, bien abastecidos y con su moral recuperada,
aprovechaban el congelamiento del Volga, para atravesarlo en sus ataques y
mantener bien provistos sus depósitos de suministros. Las divisiones alemanas
motorizadas empezaron a abandonar sus vehículos y a retroceder a pie, pues el
combustible se había agotado del todo. Divisiones de infantería completa (o,
más bien sus restos), eran volatilizadas por el avance soviético. El aeródromo
de Pitomnik, ya demasiado cerca del frente, no podría ser utilizado por mucho tiempo
más. Los que morían rápido eran los más afortunados. La mayoría de los heridos
no podían ser atendidos apropiadamente y muchos morían desangrados o de hambre.
Unos pocos afortunados eran atendidos en tiendas de lona, carentes de todo,
apenas protegidos del frío. Y los prisioneros no podían esperar mucha
clemencia, luego de haber estado cometiendo o colaborando en toda clase de
atrocidades cometidas contra los prisioneros del Ejército Rojo y contra la
población civil de los pueblos de la Unión Soviética. Era el comienzo de la
venganza.
Y era el comienzo del fin del “Reich
de Mil Años”.
Abajo, una columna de infantes soviéticos y tanques “T-34” avanza a
través de una ventisca.
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