domingo, 14 de enero de 2018

Hace 75 años - 14 de enero de 1943 - Segunda Guerra Mundial - Stalingrado: el comienzo del fin

Hace 75 años
14 de enero de 1943
Segunda Guerra Mundial

Stalingrado: el comienzo del fin

En estos días de enero, se inicia la ofensiva final sobre el “Kessel” de Stalingrado, para aplastar la resistencia del 6º Ejército Alemán, encerrado dentro. El 9 de enero, había vuelto desde Alemania el general Hans Hube, comandante de la 16ª División Panzer, hasta adonde había volado para recibir las espadas para su Cruz de Hierro. Hube era un jefe valeroso, que había perdido una mano y era un soldado sencillo, que inspiraba el respeto de Hitler. Su temperamento simple, sin embargo, no había sido suficiente para transmitir hasta Berlín el ambiente desastroso de Stalingrado y la necesidad de retirarse, para salvar algo de las tropas encerradas en el cerco. El tirano, tras recibir el sombrío informe de Hube, reforzó su convicción de que todos los generales estaban infectados de pesimismo. En la mente delirante de Hitler, el problema con Stalingrado (o con El Alamein y similares) no eran las malas decisiones militares y políticas, de las que él era responsable en última instancia, sino de la falta de “compromiso con la idea nacionalsocialista” entre los altos mandos.

El general Friedrich Paulus, Comandante en Jefe del cercado 6º Ejército, decidió buscar algún joven oficial, con muchas condecoraciones, en un último intento de enviar un emisario que lograra convencer al “Führer” de la imperiosa necesidad de evacuar el Volga y permitir a sus tropas retirarse hasta el grueso del Grupo de Ejércitos del Don. Paulus envió al capitán Winrich Behr, que enfundado en su uniforme negro de las divisiones panzer, con el pecho repleto de condecoraciones, podría evocar en Hitler sus recuerdos románticos de cuando él mismo era un soldado de primera línea del frente. El joven capitán recibió aviso de su nueva misión en la mañana del 12 de enero de 1943, a dos días de haberse iniciado la ofensiva final de los soviéticos sobre las fuerzas del Eje. Apenas tuvo tiempo de empaquetar el diario de guerra del 6º Ejército y salir corriendo hacia el aeródromo de Pitomnik, donde los aviones de transporte intentaban despegar, sobrecargados de heridos, en medio del caos de los que trataban de salir de ese infierno y las ocasionales bombas de artillería, lanzadas por los rusos con puntería cada vez más precisa.

La primera parada de Behr fue en Taganrog, donde el general Erich von Mastein tenía su cuartel general para todo el Grupo de Ejércitos del Don. Manstein reunió un grupo de oficiales y pidió a Behr que les diera un informe actualizado de la situación en el cerco de Stalingrado: los padecimientos por hambre, las bajas cuantiosas, las unidades reducidas al mínimo, la escasez de municiones, el frío, la falta de combustible, los heridos dejados en la nieve, que solían morir tirados en el suelo, a la espera de ser evacuados o atendidos por el sobreexigido personal médico. Manstein insistió en que repitiera el mismo informe para Hitler y ordenó que un avión lo llevara a Rastenburg, en Prusia Oriental, a la mañana siguiente. Tras un vuelo sin incidentes, Behr llegó hasta el “Cubil del Lobo” al empezar la noche y fue llevado hasta una sala de reuniones, donde una veintena de oficiales esperaban al amo y señor de la vida y la muerte de millones de personas, entre el Volga y los Pirineos. Tras los saludos militares, Hitler se lanzó a describir sus planes para la llamada “Operación Dietrich”, una gran contraofensiva con las divisiones panzer de las SS, que transformarían el sitio de Stalingrado en una nueva victoria alemana.

Acabó su exposición, dirigiéndose directamente a Behr, asegurándole que el 6º Ejército sería rescatado y que sus pensamientos estaban con Paulus y sus hombres. Behr había sido advertido que la táctica de Hitler para afrontar los portadores de malas noticias era abrumarlos con una visión optimista de la situación general de la guerra, que relegaba a un segundo plano lo que sabía su interlocutor que, después de todo, sólo conocía un sector de uno de los tantos frentes de guerra. Behr pidió permiso para cumplir la orden de su comandante, en el sentido de emitir su informe y Hitler no podía negarse frente a tantos testigos, de modo que el capitán no se ahorró nada de las miserias a las que estaban sometidos los hombres encerrados en Stalingrado, miembros de un ejército golpeado, hambriento, escaso de lo más elemental para afrontar una batalla. Incluso se atrevió a mencionar el creciente número de soldados alemanes que empezaban a desertar hacia las líneas soviéticas, seguros de que nada podía ser peor que seguir dentro del “Kessel”.

Hitler no lo interrumpió directamente. La discusión se desvió primero hacia las posibilidades, ya muy disminuidas, de que el 6º Ejército pudiera ser sostenido gracias al “puente aéreo”. Y a continuación, el tirano retornó su vista hacia el mapa, continuando con su delirio de una inminente ofensiva con las tropas blindadas de las SS, que restablecerían la línea del frente en el Volga. Behr sabía que las banderitas supuestamente asignadas en el mapa a divisiones, en muchos casos, apenas representaban algunos regimientos. También sabía por Manstein que los refuerzos blindados de las SS necesitaban meses para estar listos para un ataque. Comprendió definitivamente que Hitler estaba totalmente desconectado de la realidad y que cualquier esfuerzo por hacerle ver la inminencia de la derrota era inútil. Behr, que había sido un fervoroso nacionalsocialista, salió de la reunión convencido de que Hitler llevaba a Alemania hacia una segura derrota.

Temprano, en la madrugada del 10 de enero de 1943, el Frente del Don del Ejército Rojo, al mando del general Konstantin Rokossovsky, lanzó la “Operación Anillo”, destinada a terminar con la Batalla de Stalingrado de una vez por todas. Más de 7.000 cañones, lanzacohetes y morteros rugieron durante 55 minutos. Tras la preparación artillera, vendrían los poderosos tanques “T-34”, las oleadas de “frontoviki”, gritando “¡Hurra!” y las bandadas de aviones “Sturmovik”, de apoyo aéreo estrecho. Uno de los primeros objetivos era la “saliente de Marinovka”, una protuberancia al sudoeste del cerco, defendida por cuatro divisiones, desesperadamente escasas de fuerzas y municiones. Al anochecer del primer día, las defensas de la 44ª División de Infantería fueron aplastadas. Los supervivientes, al perder sus trincheras, quedaron a merced de los soviéticos y del clima. Las otras divisiones, al verse flanqueadas, iniciaron una retirada interminable, que no acabaría sino hasta la rendición final. Al llegar el 11 de enero, la saliente había sido conquistada.

A pesar de la debilidad de sus hombres, de la escasez de las municiones, de los efectos del hambre y de casi no tener combustible para los pocos tanques que les quedaban, la resistencia de los alemanes fue feroz, al punto de que los ejércitos soviéticos del Frente del Don sufrieron 26.000 bajas en los tres primeros días de la ofensiva. Por otro lado, los rusos daban muestra de un heroísmo fanático, que contrastaba con la baja moral que había reinado en las filas del Ejército Rojo hasta 1942. Los trajes de camuflaje blanco estaban reservados a los francotiradores y tropas de reconocimiento, de modo que los uniformes marrones de los infantes eran blanco fácil para los fusiles y ametralladoras alemanes, que no habían conquistado casi toda Europa por tener mala puntería. Los bultos de soldados rusos muertos se amontonaban en la estepa, formando improvisados parapetos, que servían de cobertura a los que avanzaban detrás de las primeras oleadas.

En la ciudad misma, los efectivos del 62º Ejército, al mando del general Chuikov, pasaban ahora también al ataque, luego de meses de soportar espantosas condiciones. Bien pertrechados, bien abastecidos y con su moral recuperada, aprovechaban el congelamiento del Volga, para atravesarlo en sus ataques y mantener bien provistos sus depósitos de suministros. Las divisiones alemanas motorizadas empezaron a abandonar sus vehículos y a retroceder a pie, pues el combustible se había agotado del todo. Divisiones de infantería completa (o, más bien sus restos), eran volatilizadas por el avance soviético. El aeródromo de Pitomnik, ya demasiado cerca del frente, no podría ser utilizado por mucho tiempo más. Los que morían rápido eran los más afortunados. La mayoría de los heridos no podían ser atendidos apropiadamente y muchos morían desangrados o de hambre. Unos pocos afortunados eran atendidos en tiendas de lona, carentes de todo, apenas protegidos del frío. Y los prisioneros no podían esperar mucha clemencia, luego de haber estado cometiendo o colaborando en toda clase de atrocidades cometidas contra los prisioneros del Ejército Rojo y contra la población civil de los pueblos de la Unión Soviética. Era el comienzo de la venganza.

 Y era el comienzo del fin del “Reich de Mil Años”.

Abajo, una columna de infantes soviéticos y tanques “T-34” avanza a través de una ventisca.




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