Hace 75 años
24 de septiembre de 1942
Segunda Guerra Mundial
Stalingrado: “el tiempo es sangre”
El 18 de septiembre de 1942, los comandantes alemanes de las distintas
ramas reciben órdenes de Heinrich Himmler, el siniestro jefe de las “SS”,
apenas menos poderoso que el propio “Führer”. A partir de este momento, las “SS”
pasan a tener control jurisdiccional sobre todos los prisioneros rusos,
polacos, ucranianos, judíos y gitanos. Al mismo tiempo, se disponía que todos
los prisioneros del sistema concentracionario, capaces de trabajar, debían ser
transferidos a campos de trabajos forzados. Una carta fechada ese mismo día,
dirigida al papa Pío XII, firmada por el cardenal Giovanni Battista Montini, futuro
papa Pablo VI, subrayaba que “la masacre de los judíos alcanza formas y
proporciones aterradoras.” Envalentonados con lo que parece ser una posición
militar inexpugnable, los jerarcas del Partido Nazi están implementando los
horrores de su “Nuevo Orden”, donde los elegidos de la “Raza Superior”, deberán
tener a su servicio a los “subhumanos” de las “razas inferiores”, si es que se
les concede la gracia de la supervivencia. Aunque Hitler y sus cómplices no lo
sabían, afortunadamente para Europa y el mundo, su “Nuevo Orden” estaba, de
hecho, empezando a ser derrotado.
El 18 de septiembre de 1942, los soviéticos atacan con el 1er Ejército de
Guardias y con el 24º Ejército, en Kotublan, 40 kilómetros al norte de
Stalingrado, para intentar aliviar la presión sobre los defensores de la
ciudad. La ofensiva soviética fracasa por la intervención de la “Luftwaffe”. Los
“Stuka” destruyen casi la mitad de los tanques soviéticos, mientras que los
ágiles “Messerschmitt Bf-109”, destruyen 77 aviones soviéticos en el aire y en
tierra. Sobre el terreno, el XIV Cuerpo Panzer contraataca al día siguiente y
empuja a los soviéticos, que han recibido el refuerzo del 66º Ejército. Los soviéticos
tienen muchos más hombres, más cañones, más tanques y más aviones, pero no
tienen el entrenamiento, ni la determinación de los alemanes. No todavía.
En la ciudad defendida por los soviéticos, la lucha prosigue, casa por
casa y, a veces, piso por piso. El Ejército Rojo intenta mantener el flujo de
refuerzos y suministros desde la ribera oriental del Volga, hacia el centro de
Stalingrado, mientras los alemanes intentan conquistar las ruinas de la ciudad
y algunos puntos especialmente estratégicos, como la colina de Mamáyev Kurgán,
que controla los pasos del Volga y desde donde los alemanes podrían
obstaculizar todo el tráfico con su artillería, si llegan a conquistarla. Para el
22, el 6º Ejército Alemán ha cortado en dos a los defensores del 62º Ejército
Soviético y controlan casi todo el sur de la ciudad. Sin embargo, para muchos
generales alemanes, la costosa lucha por Stalingrado es una sangrienta pérdida
de tiempo, recursos y hombres que Alemania no tiene capacidad de reemplazar. El
24 de septiembre, Hitler protagoniza un violento altercado con el Jefe del
Estado Mayor del Ejército, general Franz Halder, que atribuye la lentitud del
avance a las intromisiones del tirano en la conducción estratégica de la
campaña. Al término de la reunión, Halder había sido destituido y reemplazado
por el general Kurt Zeitzler, un oficial competente, pero incapaz de
contradecir a Hitler. Al término de su violenta reunión con Halder, éste
anotaba que la mayor preocupación de Hitler era “adoctrinar al estado mayor
general en una creencia fanática en la Idea”. Lo que ocurría en el campo de
batalla parecía preocuparle cada vez menos.
Desde el 12 de septiembre, el 62º Ejército Soviético, encargado de
retener Stalingrado, tiene un nuevo comandante: el general Vasili Chuikov,
competente, sin ser brillante y, sobre todo, despiadado y determinado. Cuando Nikita
Jruschchov, entonces enviado de Stalin a la ciudad, le preguntó su misión,
Chuikov se limitó a responder: “vamos a defender la ciudad o morir en el
intento.” Jruschchov se sintió complacido de que el nuevo comandante hubiera
entendido para qué se le había designado. “El tiempo es sangre”, se dice que
dijo más tarde el nuevo comandante soviético, para expresar que la única manera
de resistir la arremetida alemana era con las vidas de sus hombres.
La situación estratégica era muy peligrosa en septiembre de 1942 para
Chuikov. Además, al igual que en todas las unidades del Ejército Rojo, eran
miles los soldados que se negaban a dejarse matar por Stalin y el comunismo, de
modo que desertaban o se rendían a la primera oportunidad. Muchos oficiales
habían empezado a cruzar hacia la orilla oriental del Volga, dejando a sus
hombres abandonados a su suerte. Una de las primeras medidas del nuevo jefe fue
ordenar que tropas especiales de la NKVD (la policía de represión política de
Stalin) tomaran control de los embarcaderos y muelles del río. Los desertores,
sin importar su rango, serían ejecutados sumarísimamente.
La misma guerra, sin embargo, había ido generando un recambio de nuevos
oficiales, comprometidos con la victoria, especialmente luego de enterarse de
las atrocidades de los alemanes contra los civiles de las zonas ocupadas y el
bárbaro tratamiento dispensado a los prisioneros de guerra soviéticos, que
murieron por millones en el terrible invierno de 1941-1942. Uno de estos nuevos
jefes, además de Chuikov, era el general Alexander Rodimtsev, comandante de la
13ª División de Guardias, oficial intrépido, con largo historial de combate,
que se remontaba a la Guerra Civil Española. Cuando se libró la Batalla de
Guadalajara, en 1937, Rodimtsev había sido un asesor militar clave de los
Republicanos, que consiguieron entonces una de las pocas victorias indiscutidas
de la guerra, al rechazar el intento de los Nacionales de capturar Madrid. Sus tropas
lo idolatraban. En sus primeras veinticuatro horas en Stalingrado, la 13ª
División de Guardias sufrió un 30 por ciento de bajas. Los testimonios de los
sobrevivientes apuntan a que su valentía fluía, en gran parte, de ejemplo de
Rodimtsev. Sólo 320, de los 10.000 hombres de la división llegados a la
batalla, estaban vivos cuando terminó, en febrero de 1943.
La llegada del otoño causó una inmediata baja en la temperatura. Los soldados
empezaron a usar prendas de lana debajo de sus uniformes que, en muchos casos, estaban
tan deteriorados, que debían ser complementados con partes de uniformes
arrebatados a los rusos. Muchos alemanes presentían que podrían pasar otro
invierno en Rusia. La victoria, tan anunciada por Hitler, tampoco llegaría en
1942.
La aviación seguía siendo una de las mayores ventajas de los alemanes. A pesar
de que la Fuerza Aérea Soviética siempre tuvo más aviones que los alemanes, el
desempeño de sus pilotos era mediocre y, en muchos casos, poco arrojado. Era frecuente
que incluso los pilotos de caza soviéticos rehuyeran el combate, sobre todo, si
se encontraban con algunos de los “ases” alemanes más reconocidos. Pero la “Luftwaffe”
debía extremar sus recursos para mantener el “momentum” de la ofensiva alemana.
En un registro del 19 de septiembre de 1942, un piloto alemán de bombarderos
calculó que, desde junio de 1942, había volado 228 misiones, más que las
realizadas en los tres años anteriores en conjunto, sobre Polonia, Francia,
Inglaterra y la URSS. No obstante su heroísmo, las incursiones aéreas eran
contraproducentes, al aumentar el caos de ruinas de una ciudad ya destruida,
ideal para la guerra irregular, de emboscadas y trampas, que los soviéticos
aplicaban a los alemanes.
Abajo, tropas de artillería antiaérea de la aviación germana aseguran una
posición en medio del paisaje apocalíptico de lo que una vez fue un barrio
residencial de Stalingrado. En primer plano, el oficial que porta la
subametralladora “MP-40”, identificado como teniente de la reserva Helmut Wilhelm
Schnatz, se las arregla para mantener la compostura y conservar incluso la
corbata de su uniforme en su lugar, a pesar del caos que reina en todas partes.
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