domingo, 27 de agosto de 2017

Hace 75 años - 27 de agosto de 1942 - Segunda Guerra Mundial - El camino hacia Stalingrado

Hace 75 años
27 de agosto de 1942
Segunda Guerra Mundial

El camino hacia Stalingrado

Alrededor de la medianoche entre el 20 y el 21 de agosto de 1942, los japoneses lanzan su primer asalto de infantería contra las líneas estadounidenses en Guadalcanal, en el archipiélago de las Islas Salomón. Los japoneses subestimaban el número y calidad de las fuerzas norteamericanas. Una primera oleada de 100 soldados japoneses, apoyados por fuego de morteros y ametralladoras, se estrelló contra una bien defendida línea de 2.500 “marines”. Una segunda oleada de 200 japoneses atacó a las 2.30 de la madrugada y una tercera fuerza de 150 efectivos se volvió a estrellar contra las defensas norteamericanas, sufriendo también casi un 100 % de bajas. A las 7.00 hrs., los hombres del 1er Regimiento de Marines contraatacaron, apoyados por tanques ligeros y aviones. Tras dura lucha, rodearon y destruyeron los restos del 2º Batallón del 28º Regimiento de Infantería del Ejército Imperial Japonés. Sólo 15 japoneses se rindieron, otros 740, incluyendo al coronel Kiyonao Ichiki, acabaron muertos.

En el mar circundante a Guadalcanal, sigue la lucha. El 22 de agosto, destructores japoneses y estadounidenses, que intentaban llevar suministros a sus respectivos ejércitos, se encontraron en el Estrecho de Savo. En el subsecuente combate, el destructor japonés “Kawakaze” deshabilitó al norteamericano “USS Blue”, que tuvo que ser hundido por sus propios tripulantes, para evitar la captura.

En la dura lucha de Guadalcanal, el control del aire es tan importante como la lucha en tierra y el control de las aguas circundantes. El 22 de agosto, un grupo de 5 cazas “P-400” (también denominados “P-39”), “Airacobra”, llegaron a reforzar a la “Fuerza Aérea Cactus”, basada en “Henderson Field”, el nombre dado a la pista de aterrizaje, cuya construcción iniciaron los japoneses y que ahora los aliados habían capturado. A pesar de las designaciones oficiales, el nombre en código de Guadalcanal era “cactus”, de modo que las unidades de apoyo aéreo quedaron bautizadas para siempre con ese nombre.

El 24 de agosto, una potente flota japonesa, centrada en los portaaviones “Zuikaku” y “Shokaku”, se aproximó a las Islas Salomón, con el portaaviones ligero “Ryujo” adelante, como carnada para atraer a los portaaviones norteamericanos en el área. La lucha que siguió en las horas siguientes es conocida como Batalla de las Salomón Orientales. A poco de empezar la batalla, el “Ryujo” fue severamente dañado por varias bombas de 1.000 libras, pero su sacrificio permitió a los portaaviones japoneses localizar a sus rivales estadounidenses, el “USS Enterprise” y el “USS Saratoga”. En el contraataque japonés, el “Enterprise” sufrió severos daños, al ser alcanzado por tres bombas de los aviones japoneses, sufriendo 140 bajas, entre muertos y heridos. Al mismo tiempo, la escolta de cruceros y destructores japoneses intentó trabar combate con la flota norteamericana, pero no pudo ubicarla en la oscuridad e interrumpió la búsqueda poco antes de la medianoche.

El 23 de agosto de 1942, soldados de la 1ª División de Cazadores de la “Wehrmacht” izan la bandera del “III Reich” en la cima del Monte Elbrus, el pico más alto del Cáucaso. Aunque tuvo un efecto propagandístico importante, los acontecimientos de los meses siguientes se encargaron de probar que el petróleo del sur de la Unión Soviética estaba todo menos asegurado por lo alemanes. El mismo día en que los alemanes izaban su bandera en lo más alto del Cáucaso, sus camaradas del VI Ejército iniciaban el ataque a la ciudad de Stalingrado, en la orilla del gran río Volga. La ofensiva contra la ciudad se inició con un masivo bombardeo aéreo de 48 horas. En tierra, se iniciaba una de las más sangrientas y decisivas batallas de la Segunda Guerra Mundial.

La fuerza alemana más importante durante la batalla sería el VI Ejército, al mando del “Generaloberst” Friedrich Paulus. Durante la contraofensiva soviética del invierno de 1941-1942, las tropas alemanas destinadas a capturar Ucrania y el petróleo del Cáucaso fueron forzadas a retirarse. En Rostov del Don, el Ejército Alemán tuvo que realizar su primera retirada en combate, a fines de noviembre. Indignado con lo que consideraba imperdonable cobardía, Hitler ordenó cesar al entonces Jefe del Grupo de Ejércitos Sur, mariscal de campo Gerd von Rundstedt, y al comandante del 1er Grupo Panzer, general Ewald von Kleist, cuyas fuerzas fueron las que tuvieron que retirarse en Rostov. Muy convenientemente, el tirano nazi olvidó que sus tropas estaban escasas de combustible, municiones, ropas de invierno y reemplazos, varados en una campaña que se suponía estaría decidida mucho antes de la llegada del frío. En cambio, culpó a sus generales y los reemplazó por otros. En este caso, colocó al mariscal Walter von Reichenau al mando del Grupo de Ejércitos Sur, que estaba al mando, hasta entonces, del VI Ejército. Pero Reichenau, a las pocas horas de asumir el mando, se dio cuenta de que la posición alemana era insostenible, a menos que a las tropas se les permitiera retirarse. Y así lo hizo, permitiendo el repliegue de las unidades bajo su mando.

El 3 de diciembre de 1941, Hitler llegó hasta la Ucrania polaca para entrevistarse con sus generales y averiguar qué estaba pasando en persona. Para su sorpresa, los comandantes locales de las fanáticas “Waffen SS” estaban de acuerdo en la orden de retirada, partiendo por Sepp Dietrich, compinche de Hitler desde antes de la guerra, que había llegado a ser comandante de una de las divisiones de las “SS”, la “Leibstandarte”, que estaba desplegada en el sector. Más calmado, para guardar las apariencias, Hitler hizo las paces con Rundstedt y lo mandó a Alemania, bajo licencia por enfermedad. El “Führer” confirmó a Reichenau como jefe del Grupo de Ejércitos, pero el mariscal pidió que alguien más se hiciera cargo del VI Ejército y sugirió el nombre de quien fuera su jefe de estado mayor en la Campaña de Francia, el general Friedrich Paulus. Así llegó Paulus a hacerse cargo del VI Ejército, sin haber jamás mandado en combate una unidad de estas dimensiones.  Su nombre se volvería tan familiar como el de la ciudad de Stalingrado, donde decenas de miles de sus hombres hallarían una muerte horrible, algunos meses después.

Aunque los alemanes acabaron 1941 y empezaron 1942 bajo fuerte presión de los soviéticos, conservaban la mayor parte del territorio conquistado cuando hubo terminado el invierno ruso. Salvo las primeras contraofensivas soviéticas, a comienzos del otoño, los otros contraataques del Ejército Rojo durante el invierno fracasaron en todos los frentes, incluyendo Ucrania y el sur de Rusia. Sin embargo, el legado que recibía el general Paulus tenía sus aspectos oscuros, que contrastaban con la contundencia de las victorias alemanas. Desde el mismo comienzo de la “Operación Barbarroja”, en junio de 1941, las masacres de funcionarios del Partido Comunista, judíos y gitanos se mezclaron deliberadamente en todos los frentes. Según evidencia aportada en Núremberg por el “Obersturmführer” de las SS, August Häfner, el propio jefe de Paulus, el mariscal Reichenau, había dado la orden, en una ocasión, de ejecutar a 3.000 judíos como medida de terror contra la resistencia soviética. Reichenau, como muchos otros altos oficiales alemanes de carrera, había sido ganado por la ideología nazi y estaba dispuesto a seguirla en todas sus macabras consecuencias.

En agosto de 1941, Reichenau tuvo oportunidad de mostrar hasta qué punto la “Wehrmacht” no sólo sabía, sino que colaboraba activamente con las atrocidades nazis. En ese entonces, un grupo de capellanes de la 295ª División de Infantería informaron al jefe de estado mayor, teniente coronel Helmuth Groscurth, de que noventa niños judíos, que habían quedado huérfanos, habían sido prácticamente abandonados en un hogar en el pueblo de Belaya Tserkov. Las edades de los pequeños fluctuaban entre los pocos meses y los siete años, y llevaban varios días casi sin agua, ni comida. Groscurth recibió confirmación de que los niños serían ejecutados por un “Sonderkommando” de las “SS” e intentó impedir la matanza. El jefe local de las “SS”, “Standartenführer” Paul Blobel, le advirtió que informaría de su interferencia al propio Heinrich Himmler, jefe supremo de las “SS”. Luego de mandar a Blobel al diablo, Groscurth recurrió al cuartel general de Reichenau. Para su sorpresa y horror, el mariscal de campo apoyó a Blobel y los 90 niños fueron pasados por las armas, aunque se instruyó que la ejecución fuera implementada por milicianos ucranianos, para no “herir la sensibilidad” de los matones de las “SS”. En una carta, el enérgico coronel escribió a su esposa: “no podemos, ni nos debería ser permitido ganar esta guerra.” Groscurth envió un detallado informe al cuartel general del Grupo de Ejércitos Sur, aunque su rabieta no pasó de ser un gesto inútil, que nadie tomó en cuenta. Poco después, en septiembre de 1941, se produjo una masacre peor en Babi Yar, Ucrania, cuando casi 34.000 judíos fueron ejecutados por el “Sonderkommando” 4-A, comandado por el mismo Paul Blobel, que había sido enfrentado por Groscurth.

Las dos acciones aquí reseñadas son sólo dos ejemplos, tomados entre decenas de casos ocurridos en la zona geográfica de responsabilidad del VI Ejército de Reichenau. Fue el propio Reichenau, apoyado por Rundstedt, quien emitió la orden del 10 de octubre de 1941, que instruía a las tropas alemanas, en el sentido de que el soldado alemán debía llevar a cabo una “retribución severa, pero justa, que debe ser impuesta a la especie subhumana de los judíos”. Su deber, concluía el mariscal de campo, era “liberar al pueblo alemán para siempre de la amenaza judeoasiática.”

Este tipo de guerra era el que esperaba a Paulus, un oficial que se había destacado por ser un excelente planificador, que disfrutaba trabajando hasta tarde, inclinado sobre mapas, premunido de abundante café y cigarrillos. El maltrato a los civiles que quedaban tras las líneas alemanas se hizo endémico. Además de la incesante propaganda, que equiparaba al eslavo con el judío, en cuanto “razas inferiores”, la intendencia alemana demostró que no estaba a la altura del desafío de invadir Rusia y, muchas veces, el saqueo era producto del hambre y la escasez sufrida por las tropas. El problema es que, en un lugar del mundo con un clima tan severo, los saqueros significaban que muchos campesinos rusos y ucranianos fueron condenados a morir de hambre en el invierno siguiente. Por otro lado, los abusos sistemáticos continuaron en todo el frente y la zona del VI Ejército, ahora mandada por Paulus, no fue la excepción. El 29 de enero de 1942, tres semanas después de que Paulus asumiera el mando, la aldea de Komsolomosk, cerca de Jarkov, fue quemada. Alrededor de 150 casas fueron incendiadas hasta sus cimientos y fueron asesinados ocho personas, incluyendo dos niños.

El mismo tipo de atrocidades ocurrió en el Grupo de Ejércitos Norte, dirigido contra Leningrado y el Mar Blanco, y el Grupo de Ejércitos Centro, que tan cerca estuvo de conquistar Moscú en 1941. Hitler tenía una capacidad diabólica de embrujar a las personas y conseguir que hicieran todo por él. Este poderoso efecto se dejaba sentir sobre las masas, mediante los discursos de radio, pero el tirano también sabía usar esta poderosa persuasión en persona, sin el auxilio de la propaganda y los medios masivos de comunicación. La mayoría de los generales y almirantes se mostraban inquebrantablemente leales a Hitler y hacían vistosas manifestaciones de fidelidad al régimen nazi, incluyendo ser cómplices de algunas atrocidades, a las que pudieron haberse opuesto, con algo más de valentía. De hecho, todavía en 1941-1942, los nazis no se habrían atrevido a hacer otra cosa que despedir a un oficial desobediente, tal como muestra el ejemplo de Rundstedt, que ordenó la retirada en 1941, contra el deseo expreso de Hitler, y del coronel Groscurth, que desafió abiertamente al sanguinario Paul Blobel. Otro ejemplo fue dado por el general Karl Strecker, comandante del XI Cuerpo, adscrito al VI Ejército de Paulus. Mientras Paulus, su jefe, escribía sus proclamas bajo lemas como “¡Viva el Führer!”, Strecker hacía lo posible por no reconocer al régimen y firmaba sus proclamas a los soldados con esta frase: “Avanzad con Dios. Nuestra fe es la victoria ¡Salud a mis valientes guerreros!” El general Strecker, en más de una ocasión, dio contraórdenes ilegales, opuestas a lo prescrito por el alto mando, y alguna vez fue personalmente a comprobar que sus oficiales le obedecieran a él. Escogió al coronel Groscurth como jefe de estado mayor y juntos dirigirían la última bolsa de resistencia alemana de Stalingrado, en febrero de 1943, fieles a su sentido del deber y a su patria, pero no a Hitler.

Pero todavía quedaban meses para que Hitler y sus ejércitos sufrieran la que sería su peor derrota en Stalingrado. El 21 de agosto de 1942, los infantes del LI Cuerpo del Ejército Alemán aseguraron el cruce del río Don. Al día siguiente, los pontones estaban listos y los tanques de la 16ª División Panzer comenzaron a cruzar el gran río, bajo el mando del general Hans-Valentin Hube. Poco antes del mediodía, Hube tuvo que detener sus columnas, para recibir la visita del general Wolfram von Richthofen, primo de Manfred von Richthofen, el as de la aviación alemana de la Gran Guerra, conocido como “Barón Rojo”. Tras bajar de su avioneta “Fieseler Storch”, Richthofen comunicó a Hube que un gigantesco asalto aéreo acompañaría el avance de sus divisiones hacia la ciudad del Volga. “¡Aproveche el día de hoy! Será apoyado por 1.200 aviones. No puedo prometerle más mañana”, dijo escuetamente el general de aviación al sorprendido Hube. Gran parte de la ciudad de Stalingrado fue reducida a ruinas y unas 40.000 personas murieron en la primera semana de bombardeo. Stalin, con el fin de no dar la imagen de pánico, prohibió la evacuación de civiles y refugiados a gran escala, que fue consentida sólo cuando miles de inocentes habían muerto en el fuego cruzado de la batalla.

Para los “landser” alemanes, debe haber sido reconfortante ver enjambres de “Stukas” y “Ju-88” pulverizar la ciudad donde se preparaba la resistencia a su avance contra el Volga, el último obstáculo natural considerable antes de los Urales. Lo que no sospechaban era que los bombardeos convertirían a la ciudad en un caos de ruinas, que la transformarían en un lugar muy poco apto para el tipo de guerra móvil, en que los alemanes se sentían más cómodos. Entre los fierros retorcidos de las fábricas y las montañas de escombros de los edificios, las tropas alemanes perdían gran parte de sus ventajas. Sin embargo, era sólo el comienzo, y el VI Ejército Alemán tenía razones para ser optimista en cuanto a la Batalla de Stalingrado que se iniciaba.

Abajo, una de las fotografías más famosas de la guerra. En primer plano, la “Fuente de los Niños”, que adornaba uno de los paseos de Stalingrado antes de la guerra, con las ruinas humeantes de los edificios, que acababan de ser reducidos a escombros por la “Luftwaffe”. Los alemanes comprobaron, en los meses siguientes, que cada escombro sería usado por los defensores soviéticos, para preparar mortales emboscadas.




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