domingo, 6 de agosto de 2017

Hace 100 años - 6 de agosto de 1917 - Primera Guerra Mundial - Passchendaele, primera fase

Hace 100 años
6 de agosto de 1917
Primera Guerra Mundial

Passchendaele, primera fase

El 2 de agosto de 1917, el comandante de escuadrón Edwin Harris Dunning, del “Royal Navy Air Service” (“Servicio Aéreo de la Real Marina”, “RNAS”), se convirtió en el primer piloto en aterrizar un avión en un buque en movimiento, cuando posó su caza “Sopwith Pup” en la cubierta del portaaviones “HMS Furious”. El “Furious” fue diseñado originalmente como un crucero de batalla, de bajo calado y relativamente ligero blindaje, que sería usado en el llamado “Proyecto Báltico”, una operación prevista por el Almirantazgo Británico, cuyo objetivo sería acabar rápidamente la Primera Guerra Mundial, mediante la invasión de Alemania con un desembarco en la costa de Pomerania.

Mientras el buque estaba en construcción, se introdujeron modificaciones en su diseño que lo convertirían, poco después de terminar la Gran Guerra, en el primer portaaviones operacional de la “Royal Navy”. El aterrizaje del comandante Harris confirmó la posibilidad de que las fuerzas aéreas pudieran desplegarse y operar desde naves provistas con cubiertas de vuelo, de modo que pasaban a ser, de hecho, bases aéreas flotantes, capaces de proyectar el poderío de las grandes potencias mundiales en cualquier parte del mundo. La Segunda Guerra Mundial, 25 años más tarde, confirmaría que los portaaviones eran el arma más poderosa que una marina puede tener. El mismo “Furious” prestó valiosos servicios en el último conflicto mundial.

El comandante Harris repitió su hazaña dos veces más, pero la última vez le costó la vida. Mientras intentaba posar su “Pup” sobre la cubierta del “Furious”, durante un ejercicio de prueba, sufrió un desafortunado accidente, que costó su vida el 7 de agosto de 1917. La Marina Británica mantiene aún hoy un premio con su nombre, que se otorga al oficial que haya hecho más por la aviación naval durante el año correspondiente.

La guerra naval tiene también poderosos efectos en la estrategia seguida en tierra. Los almirantes y el gobierno británico están preocupados. Hace poco, el “First Sea Lord” (“Primer Lord del Mar”, es decir, el Jefe de Estado Mayor de la “Royal Navy”), almirante John Jellicoe, ha hecho saber al gobierno que, si continúa el ritmo actual de hundimientos de barcos mercantes por los submarinos alemanes, el Reino Unido no tendrá los recursos que permitan proseguir la guerra en 1918. La preocupación de Jellicoe fue uno de los argumentos que usó el general Douglas Haig, Comandante en Jefe de las tropas británicas en Francia, para convencer a Londres de lanzar una gran ofensiva en Flandes, que lograra, entre otras cosas, capturar las bases de submarinos alemanes en la costa belga.

Haig había pensado largamente en Flandes como el lugar de preferencia para un gran ataque que rompiera las trincheras alemanas. Sin embargo, en 1916, tuvo que desviar casi todos sus recursos hacia la sangrienta Batalla del Somme. Ahora en el verano de 1917, Haig por fin podría lanzar lo que se conocería como Tercera Batalla de Ypres o Batalla de Passchendaele. Al igual que en el Somme, las tácticas empleadas por las tropas de la Entente fueron muy criticadas, por el alto costo en muertos y heridos que significaron, obteniendo ganancias territoriales muy limitadas, que quedaban lejos de ser una victoria decisiva. Con el ostensible fracaso de la llamada “Ofensiva de Nivelle” en mayo de 1917, Haig pensaba que era momento de que los británicos probaran su suerte con una ofensiva propia. Además, al igual que en el verano de 1916, Haig estaba convencido que el Ejército Alemán estaba al borde del colapso moral y que un nuevo gran ataque quebrantaría definitivamente su voluntad de lucha. Al igual que con el Somme, se trataba de una presunción errada.

El Primer Ministro Británico, David Lloyd George, se oponía a los planes de Haig, pero no tenía alternativas que ofrecer, de modo que tuvo que sancionar los planes de su general, aunque eso no lo retuvo de ser muy crítico de la estrategia seguida por Haig, cuando llegó el momento de publicar sus memorias, una vez terminada la guerra. El residente del Número 10 de Downing Street se dejó convencer también, gracias al buen precedente de la Batalla de Messines, lanzada a comienzos de junio de 1917, y que había significado un resonante éxito británico, aunque a un nivel mucho más local que el objetivo perseguido ahora por Haig. El vencedor de Messines, general Herbet Plumer, había sido partidario de persistir los ataques en todo el frente, inmediatamente después del éxito de comienzos de junio. Sin embargo, Haig dudó y no convirtió la victoria local de Messines en una ofensiva decisiva en todo el frente. Para cuando decidió comprometerse en una gran ofensiva, a mediados de julio, los alemanes estaban repuestos y a la espera de un ataque. Como siempre, la moral y disciplina del soldado alemán y de sus oficiales era alta.

Al ir avanzando el verano de 1917, se hacía cada vez más evidente el estado de descomposición del Ejército Ruso. Entre el 1 y el 19 de julio, los rusos lanzaron su última ofensiva de la guerra, que sería conocida como “Ofensiva de Kerensky”, por el nombre de quien era entonces Ministro de Guerra y, de hecho, “hombre fuerte” del Gobierno Provisional Ruso, instalado después de la abdicación del Zar Nicolás II. Muchas unidades del Ejército Ruso estaban infectadas con el cáncer revolucionario y era frecuente que, en medio de las batallas, los “Consejos de Soldados” discutieran la conveniencia de seguir las órdenes de los oficiales. Si los “consejeros” llegaban a ponerse de acuerdo, a menudo era tarde para que la acción de las tropas tuviera algún efecto que no fuera la retirada o ser masacrados por los alemanes y austrohúngaros. Para el 16 de julio, los rusos dejaron de intentar avanzar y, el 19 de julio, los Imperios Centrales lanzaron su contraofensiva, que encontró poca resistencia y penetró en Galitzia y Ucrania Occidental hasta el Río Zbruch, un tributario del Río Dniester. Cuando los rusos intentaban reorganizarse, el fermento revolucionario reaparecía entre unos soldados más preocupados de retornar a tiempo para un eventual reparto de tierras, que de luchar contra los invasores de su país. Para fines de julio, los austro-alemanes habían avanzado 240 kilómetros adicionales hacia el interior de Rusia y no habían conseguido un éxito más decisivo sólo por carecer de los medios logísticos necesarios para tal fin.

Para sus aliados de la Entente, resultaba claro que Rusia podía abandonar la guerra de un momento a otro, dejando a los alemanes libres de desplegar sus tropas del Frente Oriental en Francia, variando dramáticamente la relación de tropas y reservas, antes de que el aporte en hombres del Ejército de Estados Unidos pudiera hacer alguna diferencia significativa. Para Haig y Lloyd George quedaba claro que, o se intentaba poner a Alemania fuera de combate en el verano de 1917 o 1918 recibiría hasta 1.000.000 de soldados enemigos adicionales en Francia.

El ataque en Passchendaele estuvo a cargo del 5º Ejército Británico del general Hubert Gough; apoyado por el 1er Cuerpo del Segundo Ejército, al mando del general Herbert Plumer, y por una parte del 1er Ejército Francés, al mando del general François Anthoine. A diferencia de la estruendosa sorpresa lograda con las minas de Messines, en junio, al iniciar esta nueva batalla en Ypres, los generales franceses y británicos optaron por la muy repetida táctica de “ablandar” las defensas alemanes con un prolongado bombardeo de artillería. Desde el 18 de julio, 3.000 piezas de artillería dejaron caer más de 4.250.000 proyectiles sobre las trincheras germanas. Como había ocurrido tantas veces, la preparación artillera realmente no comprometió la integridad de las defensas adversarias y, en cambio, les dio la necesaria advertencia de que un ataque a gran escala era inminente. Cualquier efecto sorpresa se había desvanecido cuando la ofensiva fue lanzada en la madrugada del 31 de julio

Los avances de los franco-británicos fueron detenidos por las unidades de los ejércitos alemanes 4º y 5º, ayudados por unas lluvias inusualmente intensas, que convirtieron el campo de batalla en un océano de fango, donde quedaban atascados hombres, tanques y caballos, a merced de las ametralladoras y de la precisa artillería defensiva alemana. Además el salvaje bombardeo artillero preparatorio contribuyó a convertir la “tierra de nadie” en un infierno de cráteres, muy difícil de transitar, especialmente si un ejército bien entrenado y motivado está al frente, intentando detener los avances. A las pocas horas, los cráteres creados por los cañones franceses y británicos, estaban llenos de sangre francesa y británica, y del agua de las lluvias caídas en los campos de Flandes. No sería sino hasta el 16 de agosto que los británicos se sentirían de nuevo con fuerzas como para retomar la iniciativa en esta Tercera Batalla de Ypres.

Abajo, una rara fotografía en color de un grupo de soldados británicos, tomándose un respiro. Han debido forrar sus fusiles, para evitar que el omnipresente barro se cuele en sus mecanismos y los deje desarmados. En sus caras, se ve el fastidio de una guerra que parece interminable, a pesar de sus esfuerzos y sacrificios. Detrás de ellos, se ven los alguna vez hermosos campos del Flandes Occidental, en Bélgica, convertidos en páramo, carnicería y cementerio por la guerra. La Tercera Batalla de Ypres o Batalla de Passchendaele sería recordada como una de las más duras para los soldados de la “Commonwealth” que tuvieron que sufrirla.




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