domingo, 23 de julio de 2017

Hace 75 años - 23 de julio de 1942 - Segunda Guerra Mundial - Hitler (II): ascenso al poder

Hace 75 años
23 de julio de 1942
Segunda Guerra Mundial

Hitler (II): ascenso al poder

Las fuerzas del mariscal Erwin Rommel han detenido su avance en El Alamein, África del Norte. Por el momento, no tienen medios para proseguir su arremetida hacia el Canal de Suez, pero las fuerzas de la “Commonwealth” tampoco consiguen desalojarlos de Egipto y sus contraataques fracasan, con graves pérdidas. Los ítalo-alemanes están en franca inferioridad numérica y material, especialmente luego del arribo de nuevos modelos de tanques británicos y norteamericanos, pero está claro que, si los Aliados quieren recuperar el terreno perdido en África, deberán pagar un alto precio.

En el Frente Oriental, prosigue “Caso Azul”, la ofensiva alemana destinada a asegurar la conquista de los pozos petrolíferos del Cáucaso y mantener las comunicaciones entre el corazón del “Reich” y las ricas tierras agrícolas de Ucrania. Mientras una punta de lanza avanza rápidamente hacia el Volga, otro grupo de ejércitos alemanes se acerca a Rostov del Don, la ciudad considerada “llave del Cáucaso”, que la “Wehrmacht” ya conquistó una vez y de la que fueron desalojados por el Ejército Rojo durante el sangriento invierno de 1941-1942.

En Washington, el Comando Conjunto se da cuenta de la gravedad que implicaría permitir a los japoneses consolidar una base aérea en Guadalcanal. Estados Unidos no está del todo listo para emprender ofensivas terrestres o anfibias, pero la urgencia de la situación obliga a ensamblar a la “1ª División de Marines”, que será la encargada de intentar frenar los planes japoneses. Si Japón tiene éxito, puede estrangular las rutas que unen América con Australia y Nueva Zelanda.

En todos los frentes, la situación es mala para los Aliados. En el mejor de los casos, les esperan largas y sangrientas campañas para recuperar las gigantescas extensiones de tierra y mar que controlan Alemania, Japón, Italia y sus aliados menores. Si se retrocede mentalmente a 1919, cuando Hitler ingresó al entonces “Partido de los Trabajadores Alemanes”, nadie habría sospechado que ese vagabundo se convertiría en el jefe del partido legalmente gobernante de Alemania y que, desde esa posición, llegaría tan cerca de imponer su desquiciada visión del mundo a casi todo el planeta, por la vía de las armas.

El joven agitador ascendió rápidamente en la jerarquía del pequeño partido, gracias a una poderosa elocuencia y a una rara capacidad de persuasión. A fines de 1920, la agrupación adoptó el nombre que usaría hasta el amargo fin de mayo de 1945: “Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei”, “Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes”, generalmente acortado en sus siglas “NSDAP” o más comúnmente, “Nazi”. Para ese entonces, contaba con unos 3.000 militantes y actuaba sólo en Baviera. Para 1921, Hitler, el encantador de serpientes, había conseguido hacer creer que el futuro del partido dependía de su elocuencia y de su genio. Desde entonces, el partido se convirtió en una entidad altamente centralizada, regida por el principio, según el cual, todas las instancias del partido se resumían en la voluntad del “Führer”, el Conductor o Líder, cuyas decisiones eran irrevocables, por considerarse siempre infalibles. Era una forma muy ambiciosa de ver las cosas, especialmente si se considera que no era más que uno de los tantos grupúsculos que pululaban en la arena política bávara de ese entonces. En realidad, era poco más que una banda de antiguos soldados desempleados, con poca educación y algunos con antecedentes penales.

Muy rápidamente, Hitler juzgó que su persona y su partido estaban destinados a regir los destinos de Alemania, de modo que se puso a preparar un golpe de Estado en Baviera. La idea era ganarse a la guarnición local del Ejército y marchar sobre Berlín, imitando la exitosa “Marcha Sobre Roma” de Mussolini y sus “Camisas Negras” fascistas, en octubre de 1922. Además del estimulante ejemplo de “Il Duce” italiano, la situación internacional ayudó a crear el caos que podía ser necesario para levantar una revolución similar en Alemania. En enero de 1923, el Ejército Francés ocupó la zona industrial y carbonífera del Ruhr, en respuesta a los retrasos alemanes de las costosas reparaciones de guerra, impuestas a los alemanes por el Tratado de Versalles. La ocupación francesa del Ruhr, además de aumentar la humillación de la derrotada Alemania, profundizó el caos económico, empujó la caída del gobierno y animó al Partido Comunista Alemán a intentar un levantamiento revolucionario, imitando el ejemplo ruso de 1917.

Los sucesos de 1923, convencieron a Hitler de que el momento estaba maduro para su revolución, más aun, cuando obtuvo el respaldo del célebre general Erich Ludendorff, que compartió con el mariscal Paul von Hindenburg el lugar de mayor estima entre los altos mandos alemanes de la Gran Guerra, que acababa de terminar. Hitler pensaba que el desastre nacional y la figura del viejo general, bastarían para que los regimientos bávaros se pusieran a las órdenes de su rebelión. El “putsch” fue implementado en la noche del 8 al 9 de noviembre de 1923, mediante el secuestro de los jefes del gobierno y del oficial de mayor graduación del Ejército. Los secuestrados fueron obligados a sumarse al golpe a punta de pistola, pero escaparon a la primera oportunidad y dieron órdenes a la policía que aplastara la insurrección. Después de dispararse unos cuantos tiros y de que murieran 16 amotinados, todos los golpistas huyeron, incluyendo a Hitler, con la sola excepción del general Ludendorff, que se resistió hasta el último momento a pensar que un soldado alemán pudiera dispararle. El viejo general efectivamente caminó tranquilamente entre el fuego cruzado, aunque se retiró a la vida privada, desencantado de Alemania y del Ejército.

El Partido Nazi fue proscrito y sus líderes fueron enjuiciados, partiendo por el propio Hitler. Pero éste aprovechó la tribuna que suponía el juicio para exponer sus ideas y colocarse en el lugar de acusador, achacando al gobierno y a la democracia parlamentaria todas las culpas por los males de Alemania. Al final, recibió una muy leve condena, que usó para consolidarse como figura política y para escribir “Mein Kampf”, “Mi Lucha”, un libro donde expone su desquiciado pensamiento político, racista y expansionista, que pondría en práctica puntualmente cuando llegara al poder.

Para 1925, Hitler estaba libre y el partido había sido legalizado de nuevo. El intento de golpe de Estado, con muertos incluidos, casi no tuvo consecuencias penales para el aventurero y, en cambio, lo convirtió en una reconocida figura política, capaz de proyectar su liderazgo más allá de Baviera. Hitler no era un buen administrador, pero contó con buenos colaboradores en la organización del partido, tanto en el área política, como en el aparato paramilitar, que tanta importancia cobraría a comienzos de la década de 1930. Además contó con buenos encargados de propaganda, especialmente Joseph Goebbels, que concentró todos sus esfuerzos en reforzar la imagen personal de Hitler.

El partido consiguió crecer durante la década de 1920, gracias a su disciplinada organización, pero nunca habría llegado al poder, de no producirse la Gran Depresión, que golpeó tan rudamente a Alemania. Si en 1928, el nazismo no llegaba al 3% de los votantes, para 1930, con la crisis ya desatada, alcanzaba sobre un 18% de las preferencias. En las elecciones de 1932, los nazis ya superaban el 33% de los votos para el “Reichstag”, lo que les daba un pequeño margen de mayoría. El anciano Presidente Hindenburg fue convencido de que podía aceptarse a Hitler como Jefe de Gobierno, con una minoría de ministros nazis, de modo que el resto de la coalición pudiera controlarlo. El 30 de enero de 1933, por medios democráticos y cumpliendo las normas de una de las constituciones más liberales jamás promulgadas, un fanático racista, militarista y expansionista, lleno de rencor hacia gran parte del mundo que lo rodeaba, se convertía en Jefe de Gobierno de uno de los países más poderosos del mundo.

Abajo, Hitler aparece sentado junto al anciano Presidente Hindenburg. Claramente no se siente cómodo todavía con su nueva posición.




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