Hace 100 años
10 de abril de 1916
Primera Guerra Mundial
El general Aleksei Brusilov es nombrado comandante de las fuerzas rusas del sur el 4 de abril de 1916. Probará ser uno de los jefes más capaces de la guerra y llegaría a poner en serios aprietos a los Imperios Centrales. A la larga, la revolución y la descomposición del ejército (y de Rusia en general) le impedirían capitalizar los éxitos que consiguió en el campo de batalla. El 6, los rusos inician su ataque sobre Trebisonda, en la costa noreste de Anatolia, un paso complementario obvio a seguir, luego de los éxitos obtenidos en la ofensiva de invierno contra la ciudad turca de Erzerum. En el Cáucaso, por el momento, los rusos tienen a los turcos otomanos a la defensiva.
En Mesopotamia, en cambio, las armas turcas tienen mejor fortuna. El 5 de abril, tropas británicas, al mando del general George Gorringe, consiguen conquistar la posición turca de Falahiya, aunque sufren preocupantes bajas. Las tropas británicas están intentando aliviar la presión sobre sus camaradas encerrados en la ciudad de Kut, asediados desde diciembre de 1915. Al día siguiente, las tropas de Gorringe prosiguen su avance hacia la siguiente posición turca, en Sannaiyat. A pesar de la intensidad de los ataques, los británicos sufren muchas bajas y su fracaso en romper las líneas turcas obliga a suspender el ataque el 9 abril.
Las luchas en el Cáucaso y el Medio Oriente, así como en las colonias africanas y los estrechos, o incluso en los Balcanes, donde todo el enredo se inició, fueron campañas duras, con centenares de miles de bajas, pero eran teatros periféricos y secundarios, comparados con el lugar donde todo debía resolverse: Europa. El actor principal de la guerra en Europa era Alemania, la que, con altibajos, obligó a tres grandes potencias enemigas, desde agosto de 1914 en adelante, a realizar grandes sacrificios para doblegarla. Desde 1915, otra potencia europea se sumó a la lucha contra los alemanes, Italia, y, en 1917, Estados Unidos también se sumaría a una alianza que ya contaba a todas las potencias mundiales y una veintena de naciones alrededor del orbe, aunque la mayoría no participó del esfuerzo principal de la guerra o realizó un aporte muy marginal al mismo. Esta alianza, conocido como la Entente, contaba además con el casi absoluto dominio de las líneas de comunicación marítima, sustentado especialmente en el poder de la “Royal Navy” británica.
El Segundo Imperio Alemán contaba sólo con la alianza de Bulgaria, cuyo tamaño le impedía ejercer un impacto decisivo en la contienda, y de dos imperios aquejados de muchos problemas estructurales: Turquía y Austria-Hungría, a los que tuvo que asistir con suministros, consejeros militares y, en algunos sectores, con tropas. Sin embargo, Alemania se las arregló para colocar en jaque al inmenso poder combinado de la alianza a la que enfrentaba y hubo momentos en que parecía que obligaría a la Entente a sentarse a la mesa de negociaciones para discutir una paz favorable a los intereses de Berlín.
El ímpetu de sus ejércitos era mantenido por lo que se hiciera en el frente interno de Alemania, desde donde salían los reclutas que partían a los distintos frentes y donde se fabricaban las armas que les permitían luchar contra los adversarios del “Reich”. Mientras millones de hombres formaban en las filas del Ejército, otras tantas mujeres y sus familias quedaron atrás, obligadas a experimentar una vida diaria, en una forma que nunca lo había hecho antes ninguna sociedad civil en tiempos de guerra. La pérdida de los esposos y padres casi siempre significaba una sensible baja en los ingresos familiares, insuficientemente compensada por las ayudas del gobierno.
Para nivelar sus ingresos, las mujeres tuvieron que salir a trabajar como nunca antes, para ocupar las plazas de trabajo que, hasta la guerra, eran exclusivas de los varones y que los empleadores no tenían forma de cubrir. Las mujeres fueron el sostén de la economía alemana de guerra, cubriendo la falta de mano de obra, generando ingresos para sus familias y estabilizando el empleo. A pesar de su importancia, sufrían serias injusticias. A menudo se las trataba como trabajadores inferiores a los hombres y se les pagaba mucho menos, incluso cuando conseguían ponerse al día en los conocimientos y habilidades necesarias para los oficios que desempeñaban. Eran obligadas a trabajar largas jornadas para satisfacer apenas sus necesidades básicas, de modo que tampoco tenían el tiempo necesario para pasar con sus hijos.
No sólo las mujeres tuvieron que acostumbrarse a los nuevos ritmos que imponía la guerra. Los más jóvenes también sufrieron muchos cambios en su forma de vida. Con los padres luchando en el frente y las madres obligadas a trabajar fuera de casa, la cantidad de tiempo que los niños pasaban en familia disminuyó dramáticamente y, en muchos casos, también se vieron en la obligación de trabajar para ayudar en algo a las necesidades de sus hogares, inclusive atendiendo menos horas a las escuelas o abandonando del todo sus estudios. El que muchos profesores hayan sido reclutados para luchar en el frente tampoco ayudaba.
Otro gran problema para los alemanes fue la creciente escasez de alimentos. Las potencias de la Entente tuvieron que imponer sus propias medidas de racionamiento, pero su control de los mares impidió que llegaran a pasar los apuros de los alemanes en este ámbito. A pesar de muchos esfuerzos, la producción agrícola alemana nunca fue capaz de contrarrestar el descenso que originó la falta de miles de campesinos llevados desde sus labores en el agro a los campos de batalla. A medida que la guerra se alargó, Alemania tenía cada vez más dificultades para alimentar a sus tropas y la comida para la población que quedaba a retaguardia era también escasa y cara.
Para 1916, la situación alimentaria en Alemania empezaba a volverse crítica. La dieta de la mayoría de los alemanes se componía de papas y pan, que también empezarían a escasear durante los últimos meses de la guerra. Con sus cuerpos debilitados por la alimentación insuficiente, la población alemana fue blanco más fácil para las epidemias, que aumentaron las tasas de mortalidad, especialmente entre niños y ancianos.
La pesadilla de la guerra se arrastraría hasta 1918 y dejaría a Alemania sumida en una aguda crisis económica, de la que no se pudo recuperar sino con mucho esfuerzo. El viejo ciclo económico retomaría su ritmo previo a la guerra y los mares y fronteras abiertos permitirían nuevamente que los industriosos alemanes intercambiaran otra vez sus productos con el mundo, incluso con sus enemigos de la Gran Guerra. Pero los cambios en la familia y la sociedad en general no retrocederían con tanta facilidad, especialmente en áreas como el lugar de las mujeres en el mundo del trabajo y la independencia que los más jóvenes habían experimentado con padres ausentes (de manera permanente en algunos casos, cuando no volvieron de la guerra) y con la oportunidad de haber ganado su propio dinero, aunque haya sido poco.
En la fotografía, una trabajadora alemana fabricando “cruces de hierro”, destinadas a condecorar a los soldados distinguidos por su valentía en batalla.
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