Un poco de cultura general.
Mientras los cristianos conmemoramos las fechas más importantes de nuestro calendario litúrgico, los judíos miran también hacia la historia sagrada, viviendo “Pésaj”, la Pascua Judía, que recoge la huida desde Egipto hacia la libertad de la Tierra Prometida.
He tenido el inmenso privilegio de participar en innumerables mesas de “Shabat” (o “Sabbat”) y en alguna de “Pésaj”. Siempre me ha conmovido la continuidad milenaria judía, que se resiste a disolverse, a pesar del paso del tiempo. Una comunidad casi siempre minoritaria y, en los mejores momentos de su historia, un estado relativamente pequeño, rodeado de amenazas a su independencia. Contra todo pronóstico razonable, los judíos siguen existiendo. Nadie se declara heredero moderno y directo de los babilonios, de los faraones, de los mitanni, de los asirios o de los seléucidas. Lo más parecido es la romanidad de los católicos, pero somos pocos los que la vivimos conscientemente. Sin embargo, los judíos le han porfiado a la historia y siguen declarando que son uno con esos viajeros errantes, guiados por Dios en un recorrido desértico de 40 años y en un recorrido azaroso de 40 siglos. Sólo la acción providente de Dios puede explicar esta persistente resistencia a la extinción, que debe calificarse de milagro histórico.
En estos tiempos, son muchos los que sonríen irónicamente cuando uno afirma que cree en Dios o incluso cuando uno lo menciona, como he hecho recién ¿No nos sentimos acaso acorralados, los creyentes; avasallados en nuestras creencias; a menudo, incluso no se nos falta el respeto a lo que nos es más sagrado como cristianos? El cristiano practicante es una minoría considerada, por algunos, como un grupúsculo ridículo, anacrónico y extraño que debe extirparse o edulcorarse, al menos, para que no se vea tan diferente al resto y no ose oponer su voz impertinente a lo políticamente correcto. Esa sensación de agobio en un mar laicista de indiferencia y hostilidad, que para nosotros no es más reciente que la Revolución Francesa de 1789, para los judíos es tan antigua como la diáspora.
La primera vez que asistí a un Sabbat, hace más de 20 años, mi querido amigo, Rodrigo Cusacovich, me dio una toalla de papel para cubrirme la cabeza, mientras oraba al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob; a ese “Adonai” que también es mi Señor, en el improvisado escenario de una minúscula pieza de pensión en la Calle Lincoyán, casi al llegar a Maipú, en el centro de Conce. Estando también al frente de la parroquia San José, comprendí de inmediato que estaba ante una forma de dirigirse a Dios que prefiguraba el modo en que los discípulos de Jesús nos plantamos ante la trascendencia.
Como “Pésaj” ocurre siguiendo el mismo calendario lunar que rige los tiempos de la Iglesia, la Pascua Judía se celebra, al igual que Semana Santa, cerca del comienzo de nuestro año laboral-estudiantil, así que no pasó mucho tiempo antes de que viera por primera vez unas cajitas llenas de lo que, a mis ojos, parecían galletones dietéticos. Era la “matzá”, el “pan ázimo” de los Evangelios, sin levadura, a cuyo tributo, la Iglesia confecciona las hostias, también sin leudar, para que se transfiguren en el Cuerpo de Cristo, que recibimos en cada misa.
Sé que es una cuestión muy controvertida y que la debo mencionar desde la humildad de alguien que habla sobre el judaísmo, mirándole desde fuera, pero lo voy a decir igual. Pienso que lo que define la identidad judía (o hebrea en sentido más amplio) es lo que el padre carmelita, Elías Friedman, llama el “factor de la elección”, es decir, la circunstancia de pertenecer al “Pueblo Elegido”, en cuyo seno debía nacer el Mesías. Es la relación con Dios lo que hace a los judíos ser lo que son y no algo distinto. Y aunque no es una afirmación que pueda comprobar estadísticamente, me parece que los alternativos enfriamientos y entusiasmos de las comunidades judías en su religión, tienen mucho que ver con las alternativas tendencias hacia la asimilación y hacia la afirmación de la singular identidad judía.
Si hay algo que la historia de los judíos enseña es que los seres humanos conseguiremos ser lo que debemos ser, sólo si nuestra mirada está puesta en lo alto. Ojalá meditemos en estos días (que el Viernes y el Sábado Santo son para meditar y ayunar, no para atracarse con mariscos) sobre la íntima vinculación existente entre la historia humana y la presencia divina, que la trayectoria del pueblo judío evidencia en tantos pasajes, con tanta porfía.
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