Hace 100 años
6 de noviembre de 1916
Primera Guerra Mundial
Los últimos días de Francisco José (I)
Entre el 31 de octubre y el 4 de noviembre de 1916, se desarrolla la Novena Batalla del Isonzo. Esta batalla forma un subconjunto con la octava y la séptima batalla de la serie. Las tres fueron intentos por expandir la cabeza de puente plantada por los italianos sobre el río, frente al pueblo de Gorizia, que habían capturado en agosto, en la única de las doce batallas del Isonzo que trajo algún éxito a los italianos. Las bajas combinadas de las tres últimas batallas determinaron que las ofensivas fueran de corta duración y que el Jefe del Estado Mayor Italiano, Luigi Cadorna, ordenara detener los ataques a menos de una semana de sus inicios. En total, los atacantes italianos sufrieron 75.000 bajas, aunque pudieron causar 63.000 a los austrohúngaros, un alto precio para conservar el suelo que defendían.
El dominio del terreno alto fue clave para la defensa exitosa del “Real e Imperial” Ejército, que rechazó los repetidos intentos de rompimiento, por parte de las tropas de Cadorna, dando paso a una agotadora guerra de desgaste, que no convenía a ninguno de los dos bandos, pero que era especialmente problemática para Austria-Hungría, que tenía cada vez mayores dificultades para reclutar tropas en número suficiente, con el siempre presente conflicto de las muchas nacionalidades que eran regidas por la dinastía Habsburgo. Los austrohúngaros además estaban comprometidos en los Balcanes, luchaban también contra los rusos e incluso tuvieron tropas destacadas en Medio Oriente. Los italianos, en cambio, concentraban la mayor parte de su esfuerzo en los Alpes, excepto por una limitada presencia en el frente de Salónica, donde la acción había sido escasa en los últimos meses.
Con la aproximación del invierno, los italianos suspendieron toda ofensiva hasta mayo, cuando lanzarían la Décima Batalla del Isonzo. En el interín, el alto mando austrohúngaro conseguiría que sus aliados alemanes comprometieran tropas en los Alpes, en una movida estratégica que tendría consecuencias militares importantes.
El 5 de noviembre de 1916, Guillermo II de Alemania y Francisco José I de Austria-Hungría promulgan la llamada “Acta del 5 de Noviembre”, que comprometía la creación de un reino polaco libre, como estado satélite de los Imperios Centrales. Los objetivos primarios de la iniciativa eran conseguir buena propaganda y nuevos reclutas de entre la población de la Polonia ocupada por las potencias germánicas, ante la dificultad de reemplazar las elevadas bajas que estaban sufriendo en los distintos frentes. La declaración era vaga y, de hecho, el plan contemplaba anexar a Alemania considerable territorio de la Polonia ocupada hasta entonces por Rusia, pero significó un impulso al movimiento de independencia polaco, cuyos líderes vieron que la guerra podía servir a su causa. En diciembre de ese mismo año 1916, el Parlamento Italiano apoyó abiertamente la independencia de Polonia y, al año siguiente, tras obtener el respaldo de Estados Unidos, Rusia se vio obligada a prometer fórmulas para otorgar su libertad a los polacos.
Noviembre de 1916 sería el último mes del reinado de Francisco José I de Austria-Hungría. Había llegado al trono para reemplazar a su tío, Fernando I, aquejado de múltiples problemas de salud. Entre 1835 y 1848, un Consejo de Regencia gobernó, de hecho, en sustitución de Fernando, pero la Revolución del ’48 aconsejaba poner las manos de la centenaria Monarquía Austriaca en manos más firmes que las de Fernando, a quien se instó a abdicar. Como Fernando no tuvo hijos, la sucesión debía pasar al archiduque Francisco Carlos, hermano de Fernando, quien era considerado, sin embargo, como un mal prospecto para Emperador de Austria, de modo que fue su hijo, Francisco José, quien definitivamente sucedería a Fernando en 1848, apenas con 18 años cumplidos.
Cuando la guerra estalló en 1914, Francisco José estaba en su 66º año de reinado. Fue símbolo de una época, no menos de lo que Victoria lo fue en Gran Bretaña. Su ascenso al trono fue desencadenado por una revolución iniciada en París y que terminó alcanzando escala continental. Todo el reinado de Francisco José estuvo marcado por retrasar los cambios que inevitablemente debían producirse y es posible que las fatales decisiones que respaldó en junio-julio de 1914 hayan estado inspiradas por ese temor a los cambios. Después de todo, llegó al poder como respuesta a los sucesos de las Revolución de 1848, que costaron el cargo a Klemens von Metternich, quien fuera el arquitecto del orden europeo nacido de la derrota de Napoleón I, en 1814, y “hombre fuerte” del Imperio de los Habsburgo desde entonces.
Francisco José y sus ministros respondieron con la fuerza bruta a los conatos revolucionarios de 1848. Posiblemente uno de los más peligrosos para Viena fue la llamada Guerra de Independencia Húngara, que tuvo que ser aplastada con la máxima dureza. Luego de que el Ejército Imperial restableciera la autoridad austriaca sobre todo el territorio, el viejo Reino de Hungría perdió muchas de las ventajas que había disfrutado y que lo habían mantenido, de hecho, como una entidad privilegiada dentro del Imperio. Croacia, Eslovenia y Transilvania fueron elevadas a la categoría de coronas en su propios derecho, desgajadas del antiguo reino húngaro y la administración civil fue ejercida por funcionarios germanohablantes. El objetivo era debilitar la fuerte identidad protonacional húngara, especialmente de la minoría magiar, y diluirla en la generalidad de las distintas nacionalidades del Imperio de los Habsburgo que, desde la perspectiva del Gobierno Imperial, debían sentirse identificados, sobre todo, por su común lealtad a la persona del Emperador, como una forma de evitar que los distintos nacionalismos pudieran debilitar al Imperio o terminar conduciendo a su disolución.
Sin embargo, Francisco José y sus ministros sabían que el estatus histórico especial de Hungría, dentro del centenario Imperio, no era caprichoso y que podía ser contraproducente mantener un enfrentamiento permanente contra la poderosa nobleza y burguesía magiar. La desastrosa derrota sufrida por el Imperio en 1859, que significó perder casi todos los dominios italianos, empujó a Viena a considerar la concesión de mayores grados de autonomía a sus dominios y llevó al establecimiento de la llamada “Patente de Febrero” de 1861, que prometía una fórmula muy atenuada de parlamentarismo bicameral y que, en el fondo, reforzaba el poder central de la autoridad imperial, al atomizar las distintas oposiciones nacionalistas que pudieran surgir en el seno del Imperio.
La poderosa oligarquía magiar reaccionó boicoteando la implementación de las nuevas normas constitucionales y presionando por un parlamento húngaro propio. Un nuevo desastre militar, en 1866, significó perder Venecia, la última posesión italiana de los Habsburgo, y perder el liderazgo tradicional de Austria en el concierto de los estados alemanes, que pasaría ahora a Prusia, en torno a la cual se establecería la Alemania contemporánea. La derrota frente a Prusia obligó al gobierno vienés a echarse en brazos de Hungría, que había sido la entidad política más importante del Imperio, después de los dominios austriacos, como única forma de evitar la destrucción total de la vieja monarquía habsburguesa. Francisco José sabía que, al sufrir tan grave derrota internacional, debía atender lo que, en ese momento, era el punto de conflicto interno más grave de la golpeada monarquía: la disputa con las elites húngaras.
Francisco José y su entorno no podían seguir ignorando las demandas de los magiares. Hungría era, con mucho, la más extensa entidad estatal histórica en el seno del Imperio. Sin sus enormes recursos, el Imperio de los Habsburgo no podría conservar su lugar entre las grandes potencias mundiales. Por otro lado, los líderes magiares más pragmáticos entendían que el estatus privilegiado de su minoría, dentro del territorio histórico del Reino de Hungría, podía preservarse sólo en colaboración con la monarquía. Hungría, no menos que Austria, sufría la presión de muchas nacionalidades deseosas de autodeterminación y sus jefes observaban, con creciente inquietud, los sucesos en los Balcanes y el expansionismo ruso. Tantas amenazas, combinadas, daban pocas posibilidades de supervivencia a una nación-estado húngara, separada de los austriacos.
El resultado fue el llamado “Compromiso de 1867”, que convirtió al viejo Imperio de los Habsburgo, que había heredado el medieval Sacro Imperio Romano-Germánico y que se había llamado Imperio Austriaco desde 1806, en la Monarquía Dual Austro-Húngara, es decir, Francisco José se transformaba, en el mismo nivel, en Rey de Hungría, tanto como ya era Emperador de Austria. Nacía el “Gobierno Imperial y Real”, con que la Casa de Habsburgo enfrentaría los últimos cincuenta años de su larga permanencia en el poder. Una permanencia que estaba a punto de terminar, para Francisco José, dentro de pocas semanas, y para el Imperio en general, dentro de pocos meses.
En el grabado, aparece ilustrado el momento en que Francisco José recibe la “Santa Corona de San Esteban”, en la Iglesia de San Mateo, Buda, la antigua capital del Reino de Hungría, el 8 de junio de 1867. La ceremonia de coronación tenía entre sus elementos centrales el juramento de la Constitución Húngara por parte de Francisco José, sellando el compromiso entre las minorías alemanas y magiares del Imperio, que quedaba reestablecido sobre una nueva base, en la que iba a descansar hasta su disolución en 1918, tras la derrota en la Gran Guerra.
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