jueves, 7 de julio de 2005

El Porqué de Londres

Los atroces atentados ocurridos esta mañana en Londres son lo suficientemente impactantes, como para que cualquiera que tenga una pluma entrenada, se sienta compelido a garrapatear un par de reflexiones. Primero, porque estamos ante un fenómeno mundial. Eso es precisamente, se trata de un conflicto bélico, atípicamente irregular, pero que, por otro lado, reúne algunas condiciones ya vistas en las dos conflagraciones que, en el curso del siglo XX, la historiografía denominó como mundiales. Volveré al detalle sobre esto más abajo.

Hay también una inspiración de carácter intensamente personal y es mi ascendencia británica. Proclamar el abolengo contiene un molesto germen de arrogancia, no obstante, parte de mi herencia cultural como individuo encuentra su origen en la Gran Bretaña y, por cierto, aquello hace que los descendientes de “Albión”, sintamos un particular dolor por esos hechos luctuosos, de la misma manera en que los iberoamericanos en general, nos sentimos especialmente conmovidos cuando España, nuestra Madre Patria, fue atacada por el terrorismo en su hora.

Pero más que cualquier otra cosa, las motivaciones de estas líneas tienen que ver con una idea básica en cualquier visión humanística del mundo y fundamental en cualquier forma de convivencia civilizada: nunca es lícito provocar daño inmotivado a nuestros semejantes, más aun, cuando es tan indiscriminado, que afecta por igual a hombres, mujeres y niños, sin importar que compartan o no las responsabilidades por las espantosas desigualdades que, en parte, conducen al terrorismo. En pocas palabras, nada autoriza a ignorar ese mandato universal, presente en todos los sistemas éticos y todas las religiones (inclusive el Islam), según el cual todos los hombres son hermanos y deben conducirse como tales. Sobre lo último volveré, asimismo, más tarde.

Vamos por parte. Por qué me parece que estamos ante un fenómeno mundial. Antes de explicarme, quiero rechazar de plano que esta denominada “guerra contra el terrorismo”, exprese una confrontación entre civilizaciones o religiones. De partida, los gobiernos de naciones mayoritariamente musulmanas rechazan el terrorismo (al menos en público) y han desplegado considerables esfuerzos para integrarse a las corrientes comerciales y culturales globalizadoras. Entre la población, es posible, quizá, detectar grados variables de simpatías difusas hacia redes como Al Qaeda, sus aliados y sus similares, pero estoy convencido de que la mayoría de los musulmanes, desea la paz y la tranquilidad tanto como los occidentales. A no olvidar que ellos mismos han sido víctimas recientes y actuales de dominaciones colonialistas (y neocolonialistas), de conflictos militares con las potencias occidentales (y sus aliados, como Israel) y que, por último, en muchos países musulmanes, especialmente árabes, los atentados terroristas son mucho más frecuentes que en Occidente y, desde luego, en ese caso, las víctimas inocentes son los árabes. En Ramalla, en Bagdad, en Beirut, en Argel, la esquirla despedida por el explosivo no distingue nacionalidades, religiones, edades o responsabilidades.

En suma, es una tontería reducir los ataques terroristas a un choque de civilizaciones o religiones. Y si gran parte del público occidental se ha tragado ese placebo, ello tiene que ver grandemente con la ignorancia y con la pereza de interiorizarse sobre las condiciones de vida presentes en el mundo árabe y sobre la idiosincrasia de sus pueblos. Siempre va a ser más difícil informarse, que quedarse con el primer disparate desparramado por un periodista ignorante. Por ese camino, en todo Occidente las masas están convencidas de que musulmán es sinónimo de terrorista.

Tampoco estamos ante un brote revolucionario de los pobres del mundo, contra los países ricos y poderosos, por mucho que escoger el día en que se inauguraba la cumbre del G-8 sea un gesto altamente simbólico. La experiencia enseña que, la mayoría de las veces, dichas simbologías tienen que ver más con propaganda que con la realidad. Si quien lee esto se da el trabajo de escuchar las declaraciones de los líderes occidentales y los supuestos comunicados de Al Qaeda, detectará de inmediato un esfuerzo por aprovechar la coincidencia entre la cumbre y el atentado, para reforzar sus propios prejuicios y convicciones.

Ciertamente, las nefandas desigualdades entre ricos y pobres —tanto si observamos las diferencias entre los estados, como si lo hacemos a nivel doméstico en cada país— contribuyen como caldo de cultivo para las múltiples frustraciones que conducen a una persona a inmolarse con un explosivo y a llevarse consigo a decenas de otros al más allá. Concuerdo en que es una de las motivaciones principales del terrorismo, en todas sus formas, pero no explica por sí sola el fenómeno en discusión. Es relevante, en términos de generar resentimiento e ignorancia —padres ambos del odio—, pero gran parte de la culpa de estos asesinatos masivos reside en los gobiernos desarrollados de Occidente, donde la pobreza está más localizada. Tiene que ver, dicho resentimiento, más que nada, con una cuestión cultural y, sobre todo, valórica. También regresaré a esto hacia el final de esta reflexión.

Tampoco hay que identificar los ataques terroristas con un resentimiento generalizado contra la globalización, porque eso equivaldría a criminalizar las organizaciones que promueven un debate necesario, sobre una cuestión tan vigente y de alcances insospechados. No podemos aplicar la misma etiqueta a quien participa de una manifestación en Escocia y a quien coloca una bomba en Londres.

Antes de agotar la paciencia del lector, voy directamente a describir, según mi humilde parecer, el tipo de guerra que se está desarrollando. Por un lado, encontramos a las fuerzas armadas y servicios de información de las grandes potencias. De manera periódica y más limitada, su esfuerzo recibe la colaboración de las instituciones de Occidente en general (incluyendo Iberoamérica) y de los gobiernos de otras regiones del mundo, comprometidos con el esfuerzo integrador vigente en la actualidad. Al menos en público, casi todos los gobiernos del mundo declaran su oposición al terrorismo y, al menos en términos formales, van a pregonar su simpatía por las víctimas y prestarán la cooperación que buenamente puedan otorgar. En este ámbito hallamos ejemplos tan dispares como Rusia, Japón y Pakistán, sólo por mencionar tres casos representativos.

Frente a esta coalición, hallamos a las redes tipo Al Qaeda. Estas redes justifican sus acciones en una pretendida superioridad de los principios del Islam y en el rechazo a la marginación y neocolonización de los estados musulmanes y, especialmente, de los árabes. Las redes son un enemigo muy esquivo. No basta con encontrar y detener a los miembros de una célula. Hay que seguir el rastro hasta dar con las fuentes materiales, humanas y financieras que permiten la constante rearticulación y reproducción de la red. Y eso, damas y caballeros, toma mucho tiempo: mientras los mejores agentes de seguridad del mundo estén ocupados en tan desgastadora tarea, los esbirros del terrorismo pueden atacar veinte capitales más, utilizando armas, si cabe, más atroces que una bomba de alto poder explosivo.

No hay que pensar tampoco en una organización escurridiza, pero formal. Una red como Al Qaeda es altamente cambiante e inestable. De hecho, es muy posible que los encargados de perpetrar los ataques de esta mañana en Londres ni siquiera se conocieran entre sí. Además, el adversario en este caso es más que la sola red de secuaces de un millonario saudí. Aquí estamos frente a muchas redes, conducidas por liderazgos diversos y asociadas con otras organizaciones antisociales, como carteles de narcotráfico y bandas mafiosas.

De tal suerte, parece que la mayoría de las veces, la única forma de detectar la presencia de una de estas redes, sería seguir el rastro de muerte y destrucción que vayan dejando. Y aunque fuera posible prever algún ataque, en demasiadas ocasiones van a presentarse sin previo aviso. Sin olvidar que pueden revestir las más crueles formas, que ni siquiera nos atreveríamos a imaginar. De hecho, la imprevisibilidad en medios y acciones es una de las ventajas del terrorismo; los poderosos ejércitos de Europa y Norteamérica aparecen impotentes frente a un sujeto determinado a dar su vida, convertido en munición inteligente.

De todas las barbaridades que han dicho los líderes de las potencias, partiendo por Mr. Bush, uno de los pocos aciertos ha estado en afirmar que ésta es una guerra mundial. Es poco probable que los países en vías de desarrollo sean blancos directos de un atentado de Al Qaeda o sus similares, no obstante, en un mundo tan interconectado, donde los movimientos de personas, ideas y bienes son tan masivos e instantáneos, nadie está a salvo, excepto aquellos que no tienen la posibilidad de participar de las ventajas del sistema y, por tanto, son susceptibles de convertirse en militantes de las redes.

Como en el caso de las dos guerras mundiales del siglo XX, no sólo presenciamos ejércitos en los campos de batalla. La población civil se ve involucrada y, para prevenir la amenaza, la sociedad debe movilizar periódicamente todos sus recursos humanos y materiales.

¿Qué hacer? No es necesario ser especialista en seguridad para saber que lo primero es lo urgente, a saber, en la medida de lo posible, prevenir un atentado puntual o responder con prontitud ante su ocurrencia. Luego, evitar la regeneración de la red, como ya se dijo, suprimiendo sus fuentes de financiamiento y equipamiento.

Finalmente, viene la tarea realmente difícil y a largo plazo, consistente en moderar las condiciones objetivas, a nivel local e internacional, que permiten la existencia del terrorismo. Por esta vía, parece improbable que prolongar la ocupación de Irak por tropas occidentales esté conduciendo a otra cosa que no sea más violencia. Si es que Irak va a encontrar su destino de alguna forma, no será “manu militari”. Y, por cierto, el recuerdo de la presencia imperial británica sigue muy fresco, como para esperar que el pueblo iraquí lo pase por alto. Si a eso agregamos el conjunto confuso de las doctrinas de la “Guerra Santa” y la memoria histórica de las Cruzadas, la mezcla en los temperamentos resulta explosiva. En este aspecto, todavía no hemos visto lo peor, salvo que Occidente esté dispuesto a buscar alternativas a la pura acción militar.

Asimismo, ya va siendo hora de que se haga algo serio por pacificar ese núcleo de inestabilidad planetaria que representa el conflicto entre Israel y sus vecinos árabes. Es difícil, concedido. Pero no es imposible y, por último, vale la pena un esfuerzo si, como muchos creemos, el recrudecimiento del terrorismo, obedece, en buena parte, a las sucesivas escaladas de violencia que han tenido lugar en Tierra Santa recientemente. Tiene que existir alguna fórmula para que Israel exista soberanamente, bajo condiciones de razonable seguridad, sin estar en guerra intermitente con los palestinos.

Por último, parece necesario un gran empeño mundial para moderar las condiciones de espantosa pobreza, atraso e ignorancia en que vive gran parte de la humanidad. Si al otro lado del mundo (¡ojo! y en esa población a pocas cuadras también) hay gente que no está segura de si va a encontrar alimentos para sus hijos hoy, mientras nosotros estamos cómodamente sentados frente a un computador de 1000 dólares, bien nutridos y con calefacción, no nos quejemos del resentimiento. Más vale que nos sentemos a pensar en dónde está el origen del mismo, porque nadie nace terrorista.

Se me dirá que pido lo imposible, lo que nadie ha conseguido. Algún especialista me dará una sonrisita indulgente y, después de enumerarme cuantiosas estadísticas, alabará mi idealismo, pero se burlará de mi carencia de realismo. Sin embargo, si pensamos que uno de nosotros o uno de nuestros seres queridos pudo haber estado en las Torres Gemelas, en Atocha o en Londres, ¿no estaríamos dispuestos a empujar a nuestros gobiernos hacia un esfuerzo de mayor redistribución del ingreso? Pregúntenles a las madres de los muertos y heridos y sabrán la respuesta.

La única manera de salir de esto, en el largo plazo es promover una mayor justicia entre los hombres y procurar que se conozcan y dialoguen entre sí. Para eso, es fundamental combatir la pobreza y la ignorancia, tanto o más que a las redes terroristas. Eso requiere un esfuerzo de los líderes y, en general, de quienes están en posiciones de poder e influencia, pero sobre todo, significa una intimación al corazón del hombre, para que actúe siempre y en todo lugar como hermano de sus semejantes. La alternativa es la autodestrucción de la especie.

No digo que esto sea fácil, ni que el panorama sea alentador. Es mi humilde opinión sobre el particular, según mi leal saber y entender. Y si tengo algo de razón, es bueno que vayamos pensando en el asunto y todos vayamos haciendo algo al respecto. La alternativa son más y peores atentados terroristas.

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