I
Tú, Señor, creaste el Sol benefactor,
y la fragua del volcán ardiente,
Tú gobiernas el rayo tronador
y el cometa viajero incandescente.
Pero has escogido la renuncia, Niño Dios,
y enseñarnos la humildad del indigente
y, aunque dueño de la luz y del calor,
no tienes fuego o abrigo que caliente,
ni luz que descubra el interior
de tu palacio improvisado en el pesebre.
II
Tú, Señor, de los constructores, el primero,
que con trazo divino diseñaste
la arquitectura del enorme firmamento,
y como escenario mejor lo preparaste
para que estrellas y planetas interpreten su concierto.
Que las montañas desde el suelo levantaste,
a modo de la ojiva de un templo eterno,
y las hondas cavernas excavaste,
como las bóvedas de un banco para sueños.
Pero en lección de humildad divina renunciaste
a disponer para ti siquiera un pobre techo
que a tu Sagrada Familia cobijase.
III
Tú, Señor, que con un gesto puedes convocar
a tus serafines, querubines, arcángeles y principados,
y a todos los ángeles alados de tu incontable milicia celestial.
Que tienes el poder del universo en la palma de tu mano
y te pertenece la infinita y eterna dignidad
de ser el amo y dueño de todo lo creado.
De nuevo, Señor, elegiste la humildad,
y como indefenso bebé te has presentado
ante la improvisada corte real
de unos cuantos pastores asombrados,
de sus ovejas y animales de tiro y de labrar,
que fueron de Ti privilegiados,
de la primera Nochebuena contemplar.
IV
Tú, Señor, para quien nada es imposible,
que los panes y los peces multiplicas,
que el agua en dulce vino convertiste,
que sobre aguas tempestuosas Tú caminas
y que al mundo de sus males redimiste,
yo, Señor, te pido me concedas lo que tu siervo aquí te solicita:
que conviertas mi corazón en tu pesebre
y seas de mi hogar ilustre y amada visita,
y no te vayas nunca, lo pido humildemente,
quédate en mi casa, Niño Dios, con San José y Santa María.
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