Algo falto de tiempo para ser original, he querido "reciclar" este viejo post, a propósito de mi próximo onomástico. Es una historia hecha con materiales de por aquí y por allá. Espero que la dusfruten.
Acosada en todas sus fronteras por los invasores, la agónica Roma tuvo que abandonar la provincia de Britania (luego conocida como Inglaterra) durante los últimos años de existencia del Imperio. Venían los hunos de Atila y el general Aecio, virtual dueño del Imperio, necesitaba cada soldado para detener la avalancha.
Los bretones, al ser invadidos por Roma cinco siglos antes, habían resistido heroicamente, liderados por su reina Boadicea, pero ahora, ya en el pórtico de la Edad Media, en medio de los estertores finales del Imperio, se sentían muy romanos y no se resignaban a que la Ciudad Eterna los abandonara a su suerte.
Aecio, con todos sus recursos empeñados contra los hunos, sólo les pudo enviar a Germán. Nadie conoce su nombre original, pero se sabe que fue un valiente oficial romano que tuvo que luchar en cientos de batallas defendiendo las fronteras del Imperio. Respetado por sus amigos y temido por sus enemigos germanos, aquéllos y éstos le apodaron "el Germánico", "Germanus", que, con el tiempo, simplemente se apocopó en "Germán".
Germán, disciplinado y obediente, obedeció a su general, dejó a su familia y a su patria y partió a Inglaterra con su joven amigo Aurelio Artorius, de 15 años de edad, para que le ayudara a conseguir..., lo imposible: salvar la Britania romana de las hordas de pictos, anglos, sajones y escotos que se descolgaban por todas partes. Un soldado y su joven amigo y discípulo, contra miles de guerreros feroces, crueles y sedientos de sangre y botín...
Habían pasado algunos años desde que las legiones se habían marchado y el país estaba en el más completo caos. Las ciudades y villas eran saqueadas continuamente, las iglesias eran quemadas, los hombres eran asesinados, las mujeres ultrajadas y los niños eran vendidos como esclavos.
Los bretones tenían miedo, así que lo primero que hizo Germán fue recordarles lo que habían olvidado. A diferencia de sus enemigos que hacían sacrificios a dioses de madera, sedientos de sangre, el Imperio estaba consagrado a la religión del Dios que predicaba la hermandad y la justicia, capaz de vencer a la muerte y a toda destrucción. Germán, elocuente como era y obispo desde hacía años, además de soldado, tardó mucho tiempo en conseguirlo, pero pudo finalmente reunir unos cuantos cientos de bretones comunes y corrientes que formaron la última legión que nació en el Imperio Romano.
Partió Germán, junto con Artorius y sus hombres hacia las viejas fortalezas que antaño defendían las fronteras del norte, ahora abandonadas y semidestruidas. En el camino, conoció Artorius a una joven princesa bretonarromana, sabia y hermosa, llamada Güiniverea, de la comarca de Camulodonum, cuyo padre, señor de esas tierras, llamado Pendragón, obsequió a Germán y a Artorius con su hospitalidad.
Perdidamente enamorado de la princesa, Artorius prometió volver por ella cuando la guerra acabase y se consiguiera la paz. En prenda de su mutua promesa, Güiniverea regaló a Artorius una espada que había pertenecido al mismísimo Julio César, el conquistador romano de Britania. Los caliburenses, antaño los mejores fabricantes de armas del mundo, habían recibido del César el encargo de confeccionar una espada que hiciera invencible a quien la blandiera. Para ello, tomaron ferrita de un meteorito caído del cielo y la amalgamaron con el más seleccionado de los hierros. Y para marcarla con la pertenencia de su dueño, dejaron la siguiente inscripción en la filosa hoja: "Cai. Jul. Cae. Ensis Caliburnus" (es decir, "ésta es la espada caliburense de Cayo Julio César"). Pero cinco siglos de pátina del tiempo, sólo dejaban ver unas pocas letras de la inscripción: "E...s... Calibur…", de ahí que la famosa espada fuera conocida, simplemente, como "Excalibur".
Tras largas campañas, siempre enfrentando a enemigos poderosos y superiores en número, Germán y sus legionarios consiguieron restaurar el "limes", la frontera norte del Imperio en Britania. Durante treinta años de lucha incansable, Germán y Artorius defendieron la Britania e hicieron de Camulodonum una ciudad pujante y llena de vida.
Corría el año 476 y llegó la nefasta noticia: Roma finalmente había caído y estaba en manos de los bárbaros. En medio de uno de los tantos saqueos, murió la anciana esposa de Germán, a quien amaba tiernamente y con quien se escribían siempre. La locura de la úlitma guerra del Imperio, además, se llevó la vida de los ocho hijos de Germán y sus familias.
Envalentonados, los bárbaros atacaron la Britania de Artorius y Germán, que estaba muy triste, pero listo a cumplir con su deber. Anciano, enfermo y lleno de cicatrices de mil batallas, partió al frente de sus soldados a dar la última pelea de su vida.
Más de 60 mil sajones llegaban desde el norte. Germán y Artorius apenas reunieron 3 mil fieles soldados y se encerraron en la fortaleza de Camulodonum. Tras largos meses de asedio, la comida y el agua empezaban a escasear. Los soldados sobrevivientes estaban cansados y las enfermedades se propagaban entre los niños y los ancianos protegidos por las altas murallas de la ciudad.
Dispuesto a jugárselo todo, anciano, herido y enfermo, Germán se dirigió por última vez a sus hombres, siempre acompañado de su fiel y sabio Artorius:
“Legionarios de Roma—les dijo—, no necesito pedirles que sean valerosos, porque siempre lo han sido. Ni la gloria, ni el valor han pertenecido a su general; nada es de Germán: la gloria es de Dios y el valor está en vuestros pechos. Pero les voy a pedir un último servicio, una última victoria que nos traiga paz definitiva, cuando la muerte acosa a mi viejo cuerpo, que ya desea dejar libre a mi alma para acudir al banquete eterno de Jesús, junto a mis seres queridos.”
“El Imperio ya no existe, pero Roma nunca morirá. Vivirá en nuestros corazones y en los de nuestros hijos cuando les contemos su historia. Luchen, pues, por ese ideal que fue, que es y que será Roma. Y luchen también por sus hijos e hijas, padres y madres, esposas y amigos, hermanos y hermanas; por vuestros hogares, por todo aquello que habéis reunido con tanto esfuerzo. Por vuestro hogar y vuestra familia ¡Soldados, luchen por lo que aman y serán invencibles!”
Y, sabedor de que la mejor arenga es el ejemplo, Germán montó su caballo Genitor y se lanzó a la masa de miles de enemigos al grito de “¡Roma, Victoria!”. Inspirados, los soldados de Germán lucharon con espíritu de leones y fuerza de titanes. Los sorprendidos bárbaros, desconcertados, no pudieron detener las cargas y, derrotados, se retiraron al norte. Camulodonum y su gente habían sido salvados.
Pero al igual que muchos de sus soldados, Germán agonizaba, traspasado por multitud de heridas nuevas y viejas. Y sobre su cuerpo ensangrentado, hizo jurar a Artorius y Güiniverea que gobernarían Camulodonum con justicia y prudencia y preservarían todo lo bueno que podía dejarle el mundo antiguo al mundo nuevo que nacía: la poesía de Marcial, Lucano, Homero y Hesíodo; las fábulas de Esopo; la historia de Heródoto, Jenofonte y Tito Livio; la filosofía de Platón, Aristóteles y Séneca; las bellas artes; el derecho y la justicia; el mensaje de Jesucristo, con esa religión alocada, que predica que todos los hombres deben amarse como hermanos y que el mundo puede ser mejor, aunque en algunas épocas parezca un lugar perdido, destruido, decadente y oscuro.
La Iglesia Romana reconoció a Germán como santo y la leyenda recogió el nombre de Artorius como el del rey Arturo, a Güiniverea como la reina Ginebra y a Camulodonum como Camelot.
Tras llorar y enterrar a Germán en el sitio de la batalla, Arturo, de la mano de su amada Ginebra, se adentró en un lago cercano y enterró Excalibur en una piedra que sobresalía entre las aguas. Y juró dejarla ahí mientras su risueño reino se mantuviera en paz. Durante muchos años, Arturo y Ginebra gobernaron Camelot con justicia, prudencia y sabiduría, y legaron a sus hijos un rincón próspero y pacífico, por el que se derramó a raudales el amor que sentían mutuamente los reales esposos.
Hubo otras gestas y alguna vez Arturo y sus hijos tuvieron que retirar la espada de la piedra, dondequiera que el débil fuera oprimido, que la paz fuera amenazada o que la justicia fuera avasallada. Pero ésa es otra historia…
Frase de Hoy: Donde reina el amor, sobran las leyes. (Platón)
sábado, 27 de mayo de 2006
domingo, 14 de mayo de 2006
Estamos Muy Preocupados
Ante todo, ofrezco a todos mis lectores unas sentidas disculpas. Es bien sabido que la excusa agrava la falta, pero he tenido trabajo hasta más arriba del paracaídas, como dicen en el Ejército y, sencillamente, no había tenido tiempo de sentarme a actualizar esta bitácora. En rigor, tampoco tengo mucho tiempo ahora, pero han sido tantos los que se han acercado en los últimos días a este humilde espacio de mis disparates, que ya me siento como el peor de las maleducados por no haber escrito.
En fin, aquí vamos otra vez.
Amigos, estamos muy preocupados. Estamos perplejos todos los que nos dedicamos a enseñar en algún nivel: básico, secundario o superior. Y llevamos hace demasiado tiempo este estupor. Algo muy malo está pasando: nuestros niños y jóvenes aprenden prácticamente nada en las aulas.
Hace ya algunas temporadas que empecé a enseñar en universidades e institutos profesionales. Les contaré (aunque supongo que para muchos no es novedad) que mis colegas y yo solemos comentar con inquietud que buena parte de nuestros alumnos llegan a la educación universitaria con enormes lagunas. Les cuesta un mundo expresarse por escrito y aun oralmente; más que errores, cometen horrores ortográficos; ignoran las nociones más elementales de la sintaxis; desconocen lo más básico de historia y geografía, mientras que de la filosofía y las demás ciencias humanas apenas conocen el nombre.
Recuerdo que hace cuatro o cinco años, mientras aplicaba una evaluación, uno de mis alumnos solicitó mi ayuda a propósito de una pregunta. Se le pedía que ordenara secuencialmente una serie de hechos históricos, entre ellos la caída del Muro de Berlín. Tras escasos minutos de inútil orientación por mi parte, me di cuenta de que su problema no era ignorar cuándo había ocurrido aquello; la fuente de su angustia estaba en que no sabía que había existido un Muro de Berlín...
Podría aburrirlos con un largo listado de experiencias similares y más de alguno pensaría: “bueno, es que las cosas humanísticas no son pasión de multitudes, pero las ciencias duras son otra cosa.” Lo siento, pero es también muy usual que una regla simple de tres, la sumatoria de los ángulos interiores de un triángulo o una división con decimales se conviertan en una pesadilla.
Huelga agregar, por último, que en un país como el nuestro, donde grandes cantidades de profesionales apenas hablan castellano, nuestros estudiantes son incapaces de elaborar la más simple frase en inglés o en cualquier otro idioma extranjero.
Desde luego, hay excepciones. Sin embargo, la regla general corresponde al penoso escenario que les he descrito. Si no me creen, echen un vistazo a las informaciones de prensa o a los sitios web relacionados con las tan comentadas pruebas internacionales, como TIMSS y PISA, por no hablar del ya tristemente célebre SIMCE criollo o la PSU.
¿Qué está pasando? ¿Falta dinero? Quizá, pero el factor de recursos económicos no explica el desastre (sí, desastre) por sí solo. La Concertación ha invertido en educación como nadie y la educación nunca ha estado peor en la historia republicana. Por lo demás, si alzamos la vista más allá de la cordillera que nos dio por baluarte el Señor y del mar que tranquilo nos baña, la conclusión tampoco pasa por disponer de más o menos plata.
Por ejemplo, Luxemburgo fue el país europeo peor situado en los resultados de las pruebas internacionales del 2002, aunque presenta el PIB per cápita más alto del mundo; en otras palabras, es el país más rico del planeta, pero sus estudiantes son los más ignorantes de la vieja Europa. De los países desarrollados, el peor situado es Estados Unidos, que sigue inmediatamente a Luxemburgo en términos de producto (35 mil dólares). Alemania, en tanto, el motor económico de la Unión Europea, con una PIB per cápita de casi 24 mil dólares, es superado en conocimientos científicos por Hungría, un Estado en vías de desarrollo, que hace apenas quince años se reintegró al mundo, tras deshacerse de la peor tiranía que ha ideado jamás el ser humano.
El país mejor evaluado es Japón y podría uno pensar que, dadas las cifras macroeconómicas del Imperio del Sol Naciente, la relación entre dinero y resultados es directamente proporcional. No obstante, la teoría se desmorona cuando comprobamos que el segundo lugar lo ocupa Corea del Sur, seguida de Finlandia. El PIB per cápita de los coreanos no llega ni a la mitad del de los alemanes o luxemburgueses y, si bien el de los fineses es casi tan alto como el los teutones, sus espectaculares resultados económicos son demasiado recientes como para explicar sus índices educativos sobresalientes.
En realidad, no he descubierto nada nuevo. Nadie ha afirmado jamás seriamente que el aumento en el gasto signifique mejores resultados (aunque los ministros, muy amigos de las estadísticas inútiles, lo sugieren para las audiencias televisivas). Si tengo más dinero —puede pensarse—, lo natural es que invierta más y, por tanto, que me vaya mejor. No señores, falso; las cifras son elocuentes otra vez: Estados Unidos gasta anualmente más de 7.700 dólares por alumno en niveles de primera enseñanza, mientras que Corea no llega a los 3.600 (en dólares indexados, de acuerdo con la paridad de poder adquisitivo); Suiza destina a dicho ítem casi 10 mil dólares, pero es largamente superada por Irlanda, que apenas se acerca a los 4 mil.
Es claro a estas alturas que el problema no está en aumentar el presupuesto. Debemos buscar otras explicaciones.
A la hora del análisis de otros factores, como el sueldo de los profesores o las horas de clase, hallamos paradojas muy parecidas a las ya mencionadas. Tampoco debe tratarse de recursos materiales e infraestructura. Quizá en los colegios que atienden a niños y jóvenes bajo la línea de la pobreza, la carencia de recursos técnicos en las aulas puede haber incidido, así como el hecho de provenir de barrios hostiles o familias disfuncionales.
Cabría suponer, entonces, que los alumnos extraídos de sectores medios y altos, deberían llegar bien preparados, pero todo profesor universitario (sus discípulos provienen mayoritariamente de este segmento) sabe que no es así. Estos jóvenes nunca han pasado frío o hambre, fueron criados con cariño y como ninguna generación antes que ésta, han tenido a su disposición medios audiovisuales y textos abundantes y de buena calidad. En efecto, estos avances sorprendentes eran algo de cuya existencia mi generación (y no soy tan viejo, tengo 30) no sospechaba.
“Siempre negativo este tipo —dirán ustedes—, si no se queja por los abortos, la guerra o la contaminación, viene con los problemas educacionales; constantemente quejándose, nunca proponiendo nada.” Concedido, a veces puedo ser un poco negativo, así que veamos si consigo hilvanar un par de ideas constructivas.
Hay que partir por recuperar a los buenos profesores. Las escuelas de pedagogía deben esforzarse por captar a los mejores. Para que eso ocurra, deben conseguirse tres cosas. Primero, las facultades deben dotarse con los mejores docentes, ojalá, personas dedicadas vocacionalmente y a tiempo completo a la enseñanza y a la investigación académica.
Segundo, resulta indispensable un aumento generalizado en las remuneraciones de los profesores básicos y secundarios. Tenemos claro que nunca un profesor se hará rico, pero deben tener sueldos dignos y, sobre todo, deben pagárseles apropiadamente las horas de estudio y corrección de evaluaciones.
Tercero, la sociedad debe mirar otra vez a los profesores con el respeto y, me atrevería a decir, la veneración que les profesaba la generación de nuestros padres y abuelos. Tal vez fue mala idea masificar la enseñanza de la pedagogía. Es verdad que antes educábamos sólo a la elite, pero también lo es que ahora agregamos al pueblo a las aulas, pero no le enseñamos casi nada... y también perdimos a la elite.
Bajo condiciones profesionales justas, debidamente supervisadas por las autoridades, creo que es posible que los profesores nos devuelvan esa educación de excelencia que hizo célebre a Chile en la América austral. Estoy de acuerdo con la evaluación docente, siempre y cuando se extiendan mecanismos de medición para las numerosas escuelas nuevas de educación y se mensuren, asimismo, las condiciones de trabajo, pago e infraestructura de muchos colegios que, cobrando cifras astronómicas de matrícula, dejan mucho que desear en el servicio que prestan y en la forma en que tratan a sus profesores y trabajadores.
Estas no son recetas, son sólo ideas de un lego en educación, aunque sospecho que iniciativas como éstas podrían resultar útiles incluso para los países desarrollado, que también deben estar inquietos y tal vez más que nosotros.
Sólo tomándonos la educación en serio, podremos reencantar al alumno de pedagogía y convencerlo de que no hay tarea más noble que recibir un niño o niña y hacer de él o ella un hombre o mujer de bien, al servicio de su patria y de sus semejantes. Y de que vale la pena vivir esa labor con la fogosidad del apóstol, porque, insisto, por mucho que arreglen los sueldos, nunca conoceremos maestros millonarios y no tendríamos por qué conocerlos tampoco. Enseñar es y será siempre un apostolado.
Todavía recuerdo con cariño algunos profesores que me inspiraron para estudiar y, en general, para ser un mejor hombre. Así como trato de olvidar algunos que me alejaron para siempre de algunas disciplinas. No quiero generalizar, pero siempre he sospechado que mis profesores de matemáticas, física, química y biología, en demasiadas ocasiones, casi se empeñaban en que detestara las ciencias duras.
Bueno, finalmente, no olvidemos a las familias. El ambiente de los niños y jóvenes, en lo inmediato, no es sólo la escuela, es también su hogar. No podemos consentir que los padres sean figuras ausentes. Siempre tiene que haber tiempo y energía para estar con los hijos, aunque uno este cansado; para conversar con ellos y ayudarlos a estudiar. No puede ser que muchos lleguen del trabajo nada más que a esgrimir el control remoto (¡cómo me desagrada la televisión!) o a dormir. Los hijos y la familia están primero; a no olvidar que, como alguien dijo, tener un hijo no te convierte automáticamente en padre, así como tener un piano no te convierte automáticamente en pianista.
Hago un llamado a todos los padres para que los más jóvenes nos vean esforzarnos con alegría en nuestro trabajo y aprovechar el tiempo libre, aunque sea parcialmente, en aumentar nuestra cultura con lecturas edificantes. Ojalá todas las casas dediquen grandes espacios a los libros, porque los niños aprenden, sobre todo, con los buenos ejemplos. Y, de pasada, exijo nuevamente que los libros estén exentos de todos los impuestos.
Eso es, ya no los aburro más, pero como ahora escribo tan poco aquí y este asunto es relevante, me pareció que podían excusarme si me extendía mucho.
Frase de Hoy:
El que sabe y sabe que sabe, es un sabio; seguidle.
El que sabe y no sabe que sabe, está dormido; despertadle.
El que no sabe y no sabe que no sabe, es un necio; evitadle.
El que no sabe y sabe que no sabe, es un niño; enseñadle.
(Versos atribuidos a Mahoma)
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