El hombre sueña de dos maneras. Usualmente, aunque no lo recuerde, va a soñar durmiendo. Pero no es esa la clase de sueños sobre la que quiero divagar. Me refiero aquí al soñar despierto: a todos esos deseos, inspiraciones, proyectos, afanes, búsquedas, en fin, a todas esas cosas que queremos y cuyo logro captura nuestra imaginación. A veces, lo harán con un breve fogonazo, como cuando un hombre que está punto de ser padre, ve un niño en la calle y se figura, a través de él, al niño que está por llegar a sus brazos. Otras veces, el sueño podrá ser muy elaborado, como toda una historia, donde se entrelazan todas esas cosas buenas que perseguimos para nosotros y aquellos que queremos. Desde luego, entre ambas categorías, hay una amplísima escala de mayor o menor complejidad.
Los sueños siempre tienen una connotación positiva. Soñamos con un mañana feliz, con una familia, con amor, con un buen trabajo, con tener dinero, con viajar, con ser famosos, con realizar grandes cosas. Nunca se puede decir que se sueña con cosas malas; en ese caso, cuando nos asaltan esos pensamientos, resultan ser, más bien, temores, pero no son sueños. Pesadillas, si se quiere, como la soledad, la pobreza, la enfermedad, el dolor, la separación, la distancia o el rechazo de quien se ama, los fracasos.
Los sueños son aquello que nos impulsa a levantarnos cada mañana, por muy cansados que estemos, por eso resulta tan importante tenerlos. Nos empujan a perseguir las cosas buenas y a evitar y combatir el mal. Cuando son grandes, nos llevan a conseguir cosas grandes, si somos perseverantes. Un sueño grande y bueno, en suma, es lo más esencial para convertirnos en un hombre mejor.
Por eso es tan catastrófico no tener sueños. La carencia de sueños es la desesperanza, el convencimiento de que, sin importar cuánto nos esforcemos, no podremos conseguir las cosas buenas que buscamos. Es un presente constante, sin futuro, solamente pasado doloroso, lleno de recuerdos atormentadores de lo que perdimos o dejamos pasar torpemente y que ahora, sin sueños posibles, nunca podremos conseguir. Y no hay que perder de vista que el presente, en realidad, no existe. Heráclito, el oscuro de Éfeso, escribió que la vida es como un río en el que nunca nos bañamos dos veces en las mismas aguas. El fugaz segundo del ahora, tan breve como el batir de las alas de una mariposa, se nos va constantemente, convirtiéndose en pasado. En definitiva, el presente no es nada, por eso una vida sin sueños, que apela sólo al presente y al pasado, sin propósitos para el futuro, es la quintaesencia de la nada. Es el vacío total.
Por eso no es tan grave ver perdido uno u otro sueño particular, ya que el fracaso es inherente a la vida, tanto como el éxito. Lo verdaderamente aplastante es abrir los ojos un buen día y darse cuenta de que ya no quedan sueños en absoluto para perseguir, no queda nada con qué ilusionarse, nada que nos empuje. El efecto es fulminante: al dejar la vida sin propósitos, nos hunde en una tristeza apática, en una pena aletargada y ausente, de la que cuesta mucho salir, salvo que, por milagro, aparezcan nuevos sueños. Claro está, a medida que pasan los años y las torpezas y vilezas nuestras van destruyendo todos los sueños, encontrar otros nuevos se hace más difícil. De ahí que los viejos, cuando están solos, suelen enfermarse frecuentemente y terminan por morir, porque no les queda mucho por conquistar para sí mismos y no pueden participar de los sueños de nadie más (hijos, nietos, amigos, etc.), si es que están abandonados.
No estoy capacitado, ni me siento con la sabiduría para dar recetas, así que no me atrevo a decirles qué se hace para volver a soñar cuando ya no podemos, no sabemos o nos atemoriza volver a hacerlo, para evitar ver otra vez cómo se desvanecen en el aire. Sólo puedo atinar a decir que, aunque no queden sueños, siempre quedarán luchas, aun cuando resulten imposibles de ganar. Pero esa no es excusa para no pelear hasta el final igualmente, por respeto a sí mismo y también, por qué no, a los que cuentan con que uno seguirá plantando cara.
De todos modos, los sueños idos, perdidos quedarán de todos modos, sea que luchemos o no. Y siempre va a resultar más digno perder luchando, que capitular. Lo último que se pierde no es la esperanza, es el honor. Aunque no exista posibilidad de cumplir con los propósitos propios y la palabra empeñada, hay que intentarlo de todos modos, incluso si sabemos que vamos a la batalla, pero no a la victoria.
Pero hay que internalizar la posibilidad cierta de que los sueños no vuelvan. Que los fogonazos no lleguen a ser estrellas fugaces, sino que se queden en pompas de jabón deshechas después de un brevísimo vuelo. Que sean simplemente flores del desierto, de corta existencia. Es saludable entender que los desiertos no son jardines, aunque se vean un día como tales.
Los sueños siempre tienen una connotación positiva. Soñamos con un mañana feliz, con una familia, con amor, con un buen trabajo, con tener dinero, con viajar, con ser famosos, con realizar grandes cosas. Nunca se puede decir que se sueña con cosas malas; en ese caso, cuando nos asaltan esos pensamientos, resultan ser, más bien, temores, pero no son sueños. Pesadillas, si se quiere, como la soledad, la pobreza, la enfermedad, el dolor, la separación, la distancia o el rechazo de quien se ama, los fracasos.
Los sueños son aquello que nos impulsa a levantarnos cada mañana, por muy cansados que estemos, por eso resulta tan importante tenerlos. Nos empujan a perseguir las cosas buenas y a evitar y combatir el mal. Cuando son grandes, nos llevan a conseguir cosas grandes, si somos perseverantes. Un sueño grande y bueno, en suma, es lo más esencial para convertirnos en un hombre mejor.
Por eso es tan catastrófico no tener sueños. La carencia de sueños es la desesperanza, el convencimiento de que, sin importar cuánto nos esforcemos, no podremos conseguir las cosas buenas que buscamos. Es un presente constante, sin futuro, solamente pasado doloroso, lleno de recuerdos atormentadores de lo que perdimos o dejamos pasar torpemente y que ahora, sin sueños posibles, nunca podremos conseguir. Y no hay que perder de vista que el presente, en realidad, no existe. Heráclito, el oscuro de Éfeso, escribió que la vida es como un río en el que nunca nos bañamos dos veces en las mismas aguas. El fugaz segundo del ahora, tan breve como el batir de las alas de una mariposa, se nos va constantemente, convirtiéndose en pasado. En definitiva, el presente no es nada, por eso una vida sin sueños, que apela sólo al presente y al pasado, sin propósitos para el futuro, es la quintaesencia de la nada. Es el vacío total.
Por eso no es tan grave ver perdido uno u otro sueño particular, ya que el fracaso es inherente a la vida, tanto como el éxito. Lo verdaderamente aplastante es abrir los ojos un buen día y darse cuenta de que ya no quedan sueños en absoluto para perseguir, no queda nada con qué ilusionarse, nada que nos empuje. El efecto es fulminante: al dejar la vida sin propósitos, nos hunde en una tristeza apática, en una pena aletargada y ausente, de la que cuesta mucho salir, salvo que, por milagro, aparezcan nuevos sueños. Claro está, a medida que pasan los años y las torpezas y vilezas nuestras van destruyendo todos los sueños, encontrar otros nuevos se hace más difícil. De ahí que los viejos, cuando están solos, suelen enfermarse frecuentemente y terminan por morir, porque no les queda mucho por conquistar para sí mismos y no pueden participar de los sueños de nadie más (hijos, nietos, amigos, etc.), si es que están abandonados.
No estoy capacitado, ni me siento con la sabiduría para dar recetas, así que no me atrevo a decirles qué se hace para volver a soñar cuando ya no podemos, no sabemos o nos atemoriza volver a hacerlo, para evitar ver otra vez cómo se desvanecen en el aire. Sólo puedo atinar a decir que, aunque no queden sueños, siempre quedarán luchas, aun cuando resulten imposibles de ganar. Pero esa no es excusa para no pelear hasta el final igualmente, por respeto a sí mismo y también, por qué no, a los que cuentan con que uno seguirá plantando cara.
De todos modos, los sueños idos, perdidos quedarán de todos modos, sea que luchemos o no. Y siempre va a resultar más digno perder luchando, que capitular. Lo último que se pierde no es la esperanza, es el honor. Aunque no exista posibilidad de cumplir con los propósitos propios y la palabra empeñada, hay que intentarlo de todos modos, incluso si sabemos que vamos a la batalla, pero no a la victoria.
Pero hay que internalizar la posibilidad cierta de que los sueños no vuelvan. Que los fogonazos no lleguen a ser estrellas fugaces, sino que se queden en pompas de jabón deshechas después de un brevísimo vuelo. Que sean simplemente flores del desierto, de corta existencia. Es saludable entender que los desiertos no son jardines, aunque se vean un día como tales.
Algunas cosas no florecen nunca y es prudente tenerlo presente, cuando ya sabemos que hemos sido malos jardineros y hemos dejado marchitas todas las flores; no hay que esperar por ellas para la próxima primavera, porque ésta puede no volver nunca o lo va a hacer cuando la tierra esté toda yerma. Ahora, por fin, entiendo lo que quería decir Umberto Eco, con eso de que, al morir la rosa, sólo queda su nombre; y el nombre de la rosa, es sólo eso, el nombre: es nada. Porque, al fin y al cabo, sólo un tonto sueña con lo que no puede tener. Y soñar así siempre se convierte en pesadilla.
Frase de Hoy:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción;
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción;
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
(Pedro Calderón de la Barca)